Cualquiera puede cocinar (si quiere)
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Brad Bird, 2007.
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En Ratatouille, a mi pobre juicio una de las mejores películas de los últimos años, hay una escena en la que Remy, nuestro chefcito, sale a descansar tras un exitoso servicio de cena en el que improvisa sobre una receta fallida de Gusteau. Durante este break, nuestro héroe se encuentra con Emile, el hermano al que le tiene la confianza suficiente como para dejarle saber acerca de su interés por la cocina. Emile está, como el resto de nosotros, gente de a pie, comiéndose un envoltorio de la basura. Remy lo obliga a escupirlo y lo hace probar un trozo de queso, que Emile se traga como un remedio. Remy lo regaña, le pide que lo mastique despacio, que saboree, que piense en su cremosidad, su sabor a sal y nueces.
Al igual que Remy, Brad Bird es un genio, y ha construido la experiencia de saborear el queso con la imagen de Emile y unas luces amarillas que despiertan y se mueven sobre fondo negro como fuegos artificiales. Estas luces ya han sido presentadas por Bird en una escena anterior que nos muestra cómo Remy experimenta los sabores. En el caso de Emile, se trata más bien de unas estrellitas de las que prenden niñas de ocho años en vísperas de nuestro Año nuevo, en comparación con el despliegue de luces y explosiones de Año nuevo chino que es la experiencia de Remy.
Emile por fin se dará por vencido al probar el queso, aunque algo roce, por allá, muy lejos. “Me perdiste”, le dirá a su hermano.
Es curioso sabernos insuficientes. No se trata de lo que dice Ego en su crítica, acerca de cómo un gran artista puede provenir de cualquier parte; se trata de que ese genio no es germinable. Lo yermo somos la mayoría. El chef Skinner, mediocre porque sí, y Emile, quien lo intenta y fracasa inevitablemente, por falta de interés. Hay un tercero entre nosotros: la famosa figura del Salieri, quien quiere con desesperación ser dueño de ese genio, y que una y otra vez se ve apabullado por lo que Mozart podía crear casi sin esfuerzo.
Me suelo sentir como Emile. Como si algo rozase, algo lejanamente entendiese, cuando leo poesía, cuando veo El año pasado en Marienbad. Lo cierto es que sí hay mediocridad en pensar que está bien que no haya interés, como cuando Emile —que es feliz comiendo envoltorios— le dice a su hermano que “la clave, amigo mío, está en no ser selectivo”. Nunca seré Remy, Bird, ni mucho menos Resnais. Pero ya es hora de ser habitables, de ser casa.
Y empieza cuando se decide.
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