De Grimm a Disney
Parece haber un orden
en los cuentos de hadas
que ha demostrado con
el tiempo ser indestructible, por más revisiones y rebeldes modernos que quieran
hacerle frente. Se plantan
con la dureza de lo tradicional y la cualidad de lo inolvidable.
Italo Calvino escribe en
el prólogo a Cuentos
populares italianos (Siruela) que los cuentos de hadas nos hablan, entre
otras cosas, de “la infinita posibilidad de metamorfosis de todo lo que existe”. Robert
McKee, gurú de los guionistas, en su muy criticado El guion (Alba), dice que “la animación es el gobierno de la ley
del metamorfismo universal.” ¿Cómo iba a ser posible que la más importante
productora de dibujos animados de la historia del cine mundial no fuese la que adaptase
los cuentos de los hermanos Grimm? Walt Disney Pictures, casa del ratón más
famoso del mundo, se encargó de tres: Blancanieves
y los siete enanitos (1937), La
Cenicienta (1950), y La Bella
Durmiente (1959). En 2010 llegó la
cuarta, Enredados, basada en otro cuento de los
alemanes.
En los años posteriores a su publicación, estos
cuentos folclóricos de tradición oral fueron modificados, ajustados primero por los propios
autores, luego por el medio cinematográfico, cuando comenzaron a considerarse lecturas
infantiles. En ese entonces los cuentos dejaban ver las bellezas y bondades del
mundo así como los horrores, los odios, las crueldades y dolores. Lo macabro en
los relatos no deja de serlo, pero no se procuraba proteger, apartar, sustraer
al niño de los claroscuros de lo humano. Edulcorar historias para el consumo
del público infantil y familiar vino luego. La elocuente escritora judía
norteamericana Fran Lebowitz le comenta a Martin Scorsese en el documental Public Speaking (2010) que en su infancia,
lo peor que podía decirle un niño a otro era “bebé”. Ahora, continúa, los
padres llevan a sus niños en coche hasta que ya no caben en él, y agrega entre
risas: “el que invente el coche con espejo para afeitarse, será millonario”.
La
metamorfosis
En vista de la pérdida definitiva de la
película El apóstol (1917) del
argentino Quirino Cristiani, Blancanieves
y los siete enanitos pasó a ser considerado el primer largometraje animado
de la historia del cine. El éxito de la película llevó a Walt Disney a repetir la fórmula, casi seguidas
una de la otra. Disney (el hombre) se decidió por aquellas historias que
mantuviesen el estilo y la estética que el estudio había popularizado con Blancanieves, relatos de princesas en el
protagónico y mujeres malvadas consumidas por la envidia o el poder, de
antagonistas. Cenicienta, Blancanieves y Rapunzel tienen madrastras crueles en
los cuentos y en las películas, mientras que Aurora es víctima de las tretas de
una bruja que encontró muy irritable el no haber sido invitada a una fiesta. Walt
Disney Pictures no solo se deshizo de lo que se consideraba subido de tono (como
la hermanastra de Cenicienta tajándose el talón para que la zapatilla le
cupiese) sino también aquellas situaciones que harían quedar mal a la
protagonista, como la supresión de las dos veces anteriores en que la reina
visita harapienta a Blancanieves en sus tres intentos por asesinarla (la
tercera es la de la manzana). Blancanieves le abre la puerta y por poco pierde la
vida una y otra vez.
Lejos de la fidelidad, asunto que ni vale la
pena mencionar en cuanto a adaptaciones se refiere, estas primeras tres
películas mantienen las escenas determinantes, y aquellas demasiado
apabullantes para la pantalla las han descartado. Porque aunque procuren
ocultar algunas cosas a los niños, no lo ocultan todo; aún la reina manda a
matar a Blancanieves y le pide al mercenario traerle su corazón en un cofre, y
aún la bruja Maléfica invoca en el bosque de espinos los poderes de Lucifer. Tienen,
digamos, la medida correcta de similitud con la trama de los cuentos y una
suerte de decoro por mostrar lo sanguinario, sacrificándolo a favor de la
belleza de la historia. En un intento por mejorarse a sí mismos, la Walt Disney
Pictures de primera mitad de siglo veinte hizo algo profundamente noble en
medio del horror de la Gran Depresión y la posguerra: apostar por la belleza.
En cuanto a esta, llamémosla tercera etapa, de
modificaciones de los cuentos de Grimm, Enredados
es la película que más dista del cuento —ya con el hecho de no conservar el
título se demuestra— pero mantiene a la protagonista princesa y a la villana.
Esta versión no solo hace de Rapunzel una heroína adorable sino que hace del
príncipe un delincuente común del reino, elimina lo perturbador en el rey y la
reina y la fatal suerte del príncipe quien a pesar de recuperarla al final,
llega a perder la vista cuando le picotean los ojos. Enredados es, como el género musical en el que se inscribe, dual:
en un mundo en el que reina la desesperación y el desencanto, es una manera
maravillosa de recordarnos que aún hay belleza entre nosotros; y a la vez una
muestra de la cantidad de monstruosidades que el público infantil contemporáneo
está dispuesto a tolerar: casi nada. Una cosa es ocultar la maldad por
estética, y otra por estupidez. Nadie imaginaba que la metamorfosis de la que
hablan Calvino y McKee se daría no en la obra de arte, sino en el espectador. Nadie
imaginaba que dos siglos después los niños lo seguirían siendo para el resto de
sus vidas, como lo anunció Milan Kundera.
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