#CentenarioRevoluciónRusa Cien años de mierda
El comunismo es una mierda. La referencia escatológica es
deliberada en sus dos acepciones: la excremencial y la de la vida de ultratumba.
Un miembro del Partido en la Unión Soviética le cuenta a la nobel Svetlana Alexiévich
que una vez le ordenaron supervisar los vagones de los trenes que partían a
Siberia. Cuando uno de ellos se abrió de manera inesperada, vio lo que había
dentro: una mujer colgada y un niño comiendo mierda. Dice Isaiah Berlin que es
posible que en las sociedades influidas por Bizancio o por la Iglesia ortodoxa
se dé una “sed de sistemas teológicos, más aún: escatológicos” al explicar la
aceptación y puesta en práctica inmediatas de un sistema total que explique o
suscriba el mundo bajo sus paradigmas que tiene una sociedad como la rusa desde
el siglo XIX.
El cinematógrafo llega a Rusia justo a tiempo para la coronación
del zar Nicolás II. Bombillas, ferrocarriles y cinematógrafos confluyeron en el
siglo XIX para dar inicio a la era de la técnica del siglo XX. Durante la
Guerra Civil Rusa, justo después del golpe de Estado de ese líder envenenado de
odio que quiso encender en fuego el mundo cuando fue aislado por la sociedad que
quebraría, los llamados trenes agitprop viajaban repletos de actores y artistas
que adoctrinaban a los pasajeros y lanzaban propaganda por las ventanas al
pasar por pueblos pequeños. De agitadores y propaganda, el tren “V. I. Lenin”
iba pintado por fuera con colores atractivos y mensajes proselitistas, y tenía
un vagón especial para el cinematógrafo. “De las artes, el cine es para
nosotros la más importante” había dicho Vladimir Lenin en un territorio cuyo
analfabetismo superaba el ochenta por ciento. Claro que era la más importante:
se adueñó primero del Pravda, pero
inmediatamente después se hizo con la producción cinematográfica.
El encargado de las proyecciones en los trenes de propaganda era
un camarógrafo sueco de nombre Eduard Tisse, célebre por haber sido colaborador
por veinte años del realizador soviético Sergei Eisenstein. El pequeño Vladimir
no viviría para verlo, pero la cinematografía de Eisenstein se convertiría en
un hito mundial gracias a su manera de editar las imágenes: el llamado montaje
soviético, fundamentado en el concepto trascendental y sesudo de la dialéctica hegeliana,
tuvo en realidad una razón importante, que no absoluta, de ser: la escasez de
celuloide. La realidad haciendo añicos desde el inicio la gesta heroica
histórica de los energúmenos utópicos.
Parece complejo: a partir de la idea de que la tesis se enfrenta a
una antítesis y produce una síntesis, Eisenstein y la otra gran mente detrás de
la estafa del montaje soviético, Lev Kulechov, enfrentaron una imagen-frase con
otra: en Potemkin un plano muestra
botas de soldados zaristas bajando las escaleras de Odessa (tesis), seguido por
un plano de una mujer con el rostro ensangrentado que lleva en brazos a su hijo
muerto y sube las escaleras al encuentro con los soldados (antítesis) a manera
de decir que el glorioso y valiente pueblo que se ha alzado está siendo
masacrado por un régimen desalmado. Los teóricos rusos pensaron que dos
imágenes sucesivas aparentemente inconexas harían al espectador preguntarse
cuál es en realidad la conexión entre ellas más allá de lo evidente. Esta
ideología del montaje, como bien califica Roland Barthes, fulmina la realidad,
puesto que su interés en ella no es otro sino el sentido que se le da. No
reproduce la realidad sino que la niega, construyendo la suya propia a partir
de fragmentos que producen sentido combinándose mediante el conflicto. Así, y
como dice Berlin, al necesitar suscribirlo todo bajo un sistema total de ideas,
el cine estuvo sujeto a ellas.
Del tren V.I. Lenin, pasando por el tren con el niño dentro
comiendo excrementos, al tren que ha ordenado construir el otro pequeño
Vladimir para transportar los misiles nucleares conocidos como “Satán 2”, no
hay sino un solo siglo. Uno signado por el comunismo que, escatológico como es,
tiene vida de ultratumba. Una en la que se sigue comiendo mierda.
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