La profesora de parvulario
Nira (Sarit Larry, sutil,
estupenda) es profesora de preescolar en Tel Aviv. Tiene un alumno, Yoav (el
simpático Avi Shnaidman) que recita poemas de su propia autoría. Camina de un
lado a otro, como si estuviese impaciente, y dice los versos. Su niñera (Ester
Rada) sabe que el pequeño Yoav está a punto de recitar un nuevo poema y toma
nota. Yoav ha pasado por el divorcio de sus padres, su madre vive en otra
ciudad, su padre, dueño de un restaurante lujoso, trabaja sin dedicarle mucho
tiempo. Un tío poeta ya prácticamente ausente de su vida es quien al
parecer le ha legado el interés por la poesía. En semejante circunstancia, y
deslumbrada, sí, por los poemas que salen de tan inusual fuente, Nira decide
que ese talento debe estar en las manos correctas: las suyas. Considera la
situación como un llamado, y decide paulatinamente ir llevando sus acciones
cada vez un poco más lejos, aupando al niño a que escuche poemas, a que se
encuentre con algunos conceptos y palabras.
Pareciese que el móvil de Nira en
el drama La profesora de parvulario
(2014, Nadav Lapid) nada tiene que ver con poesía: Nira responde a un llamado
de madre. No es que el niño sea excepcional (un poco raro y sin duda con un uso
del lenguaje ajeno a su edad, sí, mas no excepcional), sino que las madres
parecen ver en los niños algo especial que nadie más ve, y que generalmente es
una apreciación desmedida, exagerada. No nos engañemos. Nadie se tomaría en
serio los poemas del niño sino una madre. Se le lee poesía si se le ve el interés
al niño; si quiere, se le anotan los versos que suelta de repente. Pero a Nira
se le va de las manos. En realidad, no era para tanto.
La seriedad
Nira es una recién llegada al
mundo de la poesía, y acude a una suerte de taller literario, en el que lee los
poemas de Yoav como si fuesen suyos, como si necesitase la aprobación de otras
personas para lo que ella consideró buena poesía. Los discuten y admiran, se
hacen preguntas sobre la trascendencia de lo efímero y cosas por el estilo.
Nira regresará entonces al salón de clase al ejercicio inútil de interrogar a
Yoav al respecto. Las preguntas son risibles por lo serias –“¿eres tú siempre
el sujeto de tus poemas? ¿qué sabes del amor?”–, y el niño responde con un
silencio: no uno como el de algún sabio oriental, sino uno vacío, el de la
ignorancia, aquel de la falta de conciencia de sí mismo, el de un cachorro o un
obnubilado por alguna ideología. Hasta que llegamos a un punto de no retorno en
el que las acciones de Nira para guardar al niño poeta se salen de control.
Los personajes del taller de
poesía, incluyendo a Nira y al profesor, son adultos que creen que la poesía
que escuchan la escribe un adulto. El que Nira haga pasar por suyos los poemas
en la clase, y que todos los aprecien con seriedad y gravedad deja ver que se
trata de aficionados, y que únicamente están bien para alguien que descubrió la
poesía hace cinco años, como Nira. Esto sin dejar de reconocer que las cosas de
las que el niño habla en los poemas están fuera de todo vocabulario de un niño
hoy y aquí.
La madre
Nira insiste en preguntarle al
niño qué quiso decir con “la luz de Dios” y es inútil, porque es un niño, no
tiene idea de qué está sucediendo. Lo perturbador es que ella crea que sí. Si
bien hace gracia verla interrogar al niño acerca del significado de su poesía –de
nuevo, es un niño, a la vuelta pide un vaso de jugo y se va a brincar al patio
con el compañerito vulgar que le enseña las canciones groseras que escucha en
los juegos de fútbol–, es serio ver en ella a ese adulto convencido de que su hijo
no tiene competencia alguna, y también al que ve en lo infantil algo que puede
entender porque está a su altura: siendo el adulto un infante, no tiene que
pensar mucho en asuntos más complejos de los que prefiere no enterarse o edulcorar.
Tomarse demasiado en serio la capacidad verbal del niño, como en efecto Nira lo
hace, la revela madre protectora (de por sí se trata de una profesora de
parvulario al parecer por voluntad propia y vocación) que no permitirá que este
niño, y como parte de su nuevo descubrimiento de la belleza del poema, termine
en la milicia como su hijo.
En esta película israelí la
fotografía logra que su tema parezca mucho más profundo de lo que parece ser,
igual que hace Nari con la poesía del párvulo. Mientras que en buena parte de
la cinta los largos planos cortan a la actriz principal para permanecer al
nivel de Shnaidman, en el desenlace maravilloso los vemos a ambos, esta vez
enteros en un mismo plano y, como en un guiño a Bruno Ricci y su padre, a la misma altura moral.
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