El discreto encanto de Magic in the moonlight





La historia que nos ofrece esta vez Woody Allen es cautivadora. Se traslada —y de nuevo, como en Medianoche en París— a la Francia de entreguerra, los felices años veinte, esa época de jazz y fiestas exuberantes a lo Fitzgerald. El inglés Stanley (Colin Firth), un ilusionista escéptico, ha pasado su vida viendo el mundo solo a través de la razón y la lógica. Un darwinista. Un nietzscheano. Se dedica a desenmascarar a los clarividentes y a sus víctimas, esos aristócratas que se vieron influenciados por aquella popularización en sus círculos de la adivinación y el espiritismo. Sophie (Emma Stone, preciosa), una joven americana, es su nuevo blanco. Aupado por su viejo amigo Howard (Simon McBurney), Stanley viaja de Berlín a Francia por el placer que le da exponer la estupidez de otros y, sobre todo, el de exponer su inteligencia ejemplar, muy superior a la de los crédulos lamentables que se ven timados por patrañas semejantes.
Sin embargo parece ser que Sophie es genuina. Stanley presencia las sesiones de espiritismo, donde el fallecido contacta desde el más allá a su mujer tocando la mesa una vez para sí y dos para no. Nada. La vela levita durante la sesión. Nada. No hay truco. Ante la incredulidad de que Sophie en realidad contactó un espíritu, Stanley la invita a conocer a su tía Vanessa (la maravillosa Eileen Atkins), y le pide información acerca de su pasado. Cuando Sophie acierta, respondiendo exactamente lo que Stanley quería y sin embargo no se esperaba, se entregará a la manera nueva de ver cada aspecto de la vida con optimismo. No será la irracionalidad aún el motor de algunas de sus decisiones: cuando regrese a su manera lógica y racional de ver el mundo, tomará una decisión irracional. La ilusión que hubo creado para su público será la que creará Sophie en él. Los embaucadores y embaucados lo seguirían siendo hasta nuestros días.
La historia de amor, las discusiones sobre qué es la realidad, la muerte —asunto que atraviesa su obra como la de su maestro Ingmar Bergman—, la razón y la fe, asuntos morales y éticos construyen esta nueva película cuyos planos son deliciosamente pictóricos, a veces Fragonard, otras Toulouse-Lautrec. Los actores están a sus anchas, con especial mención para Hamish Linklater, quien interpreta a Brice, un millonario que se ha enamorado perdidamente de Sophie. La anterior, Blue Jasmine, es superior, mucho más compleja, política. Sin embargo no hay que tomarla a la ligera: Magic in the moonlight es una comedia romántica, sencilla solo en apariencia, con encanto y neurosis. Querer que este neoyorkino entregue una Annie Hall todos los años es casi una necedad. Magic in the moonlight ha resultado discretamente adorable.


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