A la salida del cine
En Alemania es el día del estreno
de El gran desfile (King Vidor, 1927)
y en la oscuridad del cine la pantalla se ilumina con el haz de luz del joven
cinematógrafo.
Vidor cuenta la historia de Jim,
un joven americano de clase alta que se ve persuadido por su familia y novia a
enlistarse en el ejército a causa de la optimista ida a la guerra. Se hará
amigo de otros dos soldados, Bull y Slim, con quienes comparte espacio, tiempo,
comida, ideas y bromas pesadas. En Francia se enamorará de una joven campesina
quien tendrá que verlo partir como lo hicieron sus familiares en América. En la
segunda mitad de la película ya no vemos los momentos de preparación y ocio
sino el combate, la llamada al frente. Soldados americanos y alemanes caerán
entre balas y bombas, incluyendo a los compañeros de Jim. Lleno de ira y
adrenalina Jim se enfrenta cuerpo a cuerpo con el soldado alemán que mató a su
compañero en una secuencia final desesperante, iluminada apenas; alemanes y
aliados se arrastran entre trincheras, polvo, humo y soldados caídos. Jim le
perdonará la vida al soldado alemán tras tenerlo a su merced en el suelo, y ver
en su rostro la futilidad de la situación de horror en la que se encuentran.
En la primera mitad los vemos desfilar
en camiones yendo a la guerra. En la segunda el gran desfile de regreso es de
ambulancias repletas de heridos y muertos. Una obra que combina con
inteligencia y eficacia una historia de amor y destellos de comedia y
camaradería con la dureza y los horrores de la guerra.
Cuando Jim regresa a casa ha
cambiado. No solo ha sobrevivido, sino que la idea de retomar su vida como era
carece de sentido. Le confiesa a su madre que se ha enamorado de Melisande, la
joven francesa, y su madre lo insta a que vaya por ella. Con grandes esperanzas
Jim abandona su hogar y regresa a Francia a reunirse con su amante. Jim aparece
al final del camino andando con dificultad gritando el nombre de su amada; ella
se vuelve y le reconoce, y corre hasta encontrarse con él entre abrazos y besos.
Ir al cine
La función de El gran desfile llega a su fin. El
escritor y nobel Thomas Mann se levanta de su asiento en la sala de cine y se
reúne a la salida con Olaf Gulbransson, a quien ve con la cara bañada en
lágrimas. Cuenta Mann que el noruego declaró con sencillez, sin afectación:
“Todavía no me he limpiado la cara”. El propio escritor admite haber llorado en
el cine: sintió una lágrima escurrirse en la oscuridad, y en silencio y con
dignidad se pasó la yema del dedo por la mejilla. Mann y Olaf Gulbransson, el
colaborador de la revista Simplicissimus,
caricaturista y dibujante noruego, conmovidos a la salida del cine por la
historia de las vicisitudes de un soldado americano en guerra con los alemanes.
Thomas Mann reflexiona acerca de
la experiencia cinematográfica en un ensayo titulado El film, incluido en el libro Past
Masters (originalmente editado por Knopf, Inc). Confiesa que le gusta ir al
cine con frecuencia y que encuentra en él el poder de conmover. Se pregunta
cómo es que no se encuentran asiduos deshechos en lágrimas a la salida de
galerías y bibliotecas. Y es que el cine tiene poco que ver con el arte, dice,
porque el arte procura una atmósfera intelectual fría, de valores transmutados,
elegante, importante, serena, se está en sociedad y se está bajo control. El
cine, argumenta Mann, es
sensacionalista, vida en bruto, material sin transmutar.
El escritor y el dibujante
Thomas Mann se vería obligado al
exilio con la llegada de Hitler al poder. Gulbransson, tras el cierre por los
nazis de una exposición en su honor, no tendría reparo en colaborar con ellos y
en tachar la posterior conferencia de Thomas Mann, Pasión y grandeza de Richard Wagner, de “antinacionalista” mediante
un manifiesto en su contra. Tal vez para Gulbransson el cine no sea vida en
bruto, como dice Mann. La frialdad que le correspondía frente al arte la tuvo
con la vida.
Mann en cambio recibiría el Nobel
dos años después, y pasaría la mayoría de sus días, aunque con el peso del
exilio, en paz, en los Estados Unidos, escribiendo. Regresaría a su país mucho
después, huyendo esta vez del macarthismo. Tal vez Gulbransson debió haber
acompañado a Mann al cine con más frecuencia.
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