La mirada del silencio
A
partir de los juicios del nacionalsocialismo quedó claro que un oficial nazi
que llevara el control de cuántos judíos ingresaran a un vagón camino a Auschwitz
era tan culpable y responsable de esas muertes como el que les disparase o
llevara a la cámara de gas, pues era necesario –dada la índole del crimen– que
se les juzgase como masa. Sin embargo, reiteradamente los aludidos han negado
la responsabilidad, tal vez por miedo a reconocer lo que han hecho, en cuyo
caso tendrían conciencia de que hicieron el mal y temen a la culpa, la
vergüenza y el castigo. Joshua Oppenheimer dirige La mirada del silencio (2015), y tanto él como Adi Rukun, el
protagonista de este documental, parecen convencidos de que los asesinos que
enfrentan en la película responden a los señalamientos con silencio y ataques
verbales por ese motivo. Sin embargo, hay otro posible, y es que no crean haber
hecho el mal, y por ende no comprendan por qué se les acusa.
En
El acto de matar (2012) Oppenheimer mostró
los testimonios de las matanzas
perpetradas por el Estado indonesio entre 1965 y 1966: se calculan de
quinientos mil a un millón de ciudadanos, a manos de matones agrupados como
policía del régimen, cuyas ganas de parecerse a los gángsters y personajes de
acción de sus películas favoritas eran satisfechas cuando recibían la orden de
asesinar. Estas personas, quienes cuentan cómo degollaban enemigos y luego
bailaban el chachachá sobre el charco de sangre, continúan gobernando hoy. En La mirada del silencio permanecemos en
Indonesia para ver cómo Adi, oftalmólogo (su trabajo es hacerles ver), hermano de una víctima, luego de hacer exámenes
oculares les ofrece anteojos a los asesinos de su hermano Ramli para conversar
con ellos, no en busca de venganza, sino para que le ofrezcan una disculpa.
Joko Widodo, el presidente indonesio declaró en octubre de 2015 que no tenía
intención alguna de ofrecer disculpas como jefe de Estado por esas matanzas, y
los asesinos de Ramli tampoco lo hacen. Es más, ¿para qué traer esos malos
recuerdos si fue hace tanto tiempo? pregunta uno de los victimarios –el villano
Bond que le toca a Occidente, el presidente Vladimir Putin, ante las pruebas
del juez británico de que probablemente había ordenado envenenar a Litvinenko y
a tono con los victimarios de Ramli, respondió que ese tipo de información no
ayudaba a la relación entre ambos países–. El asunto está en que se trata de una
matanza en la cual indistintamente se sacaba gente de sus casas y eran
amarrados, desnudados y arrastrados hasta un río cercano donde les abrían el
estómago con machetes, cortaban los genitales o los senos y golpeaban la nuca
antes de lanzarlos al río. Justificaron hacerlo porque solo así se protegía al
Estado de la amenaza del comunismo: comunistas o no, eran asesinados en masa.
Ambas
son películas muy difíciles de ver, sobre todo El acto de matar, en la que el espectador busca alguien con quien
crear empatía y solo da con los matones alrededor de quienes se lleva a cabo la
película; se la ve boquiabierto con las manos en la cabeza. Mientras, La mirada del silencio es de una tensa
calma, se la ve inmóvil, casi sin parpadear. Ver a los responsables negarse en
unas pataletas pueriles ante el señalamiento de Adi de haber hecho posible la
matanza se parece mucho a la que vimos hace poco en un recinto institucional de
un hombre tan burdo, ruin y siniestro como los que retrata Oppenheimer en ambas
películas. Las escenas en las que se muestra el rostro de Adi viendo en la
televisión los testimonios de los asesinos y sus maneras gozonas de recrear las
muertes son petrificantes. Mantiene la mirada en la pantalla como quien
habiendo sufrido ya el horror busca entender cómo esto ha sido posible.
Las
ideologías hacen que matar sea razón de Estado. La que poseyó a los indonesios
acabó con los comunistas, y los comunistas, habiendo alcanzado el poder,
habrían hecho lo mismo con ellos. Las guerras civiles son tan cruentas, dice
Arturo Pérez Reverte, porque todos se conocen: hermanos se matan por ideologías
hermanas, totalitarias, tan parecidas entre sí. Son vecinos, se encuentran en
las calles diariamente. Ver al tío de Adi decirle a su propio sobrino que
permitió que se llevasen a su hermano porque hacía lo que era mejor para el
Estado, es ver el impulso de pertenencia a la masa; aquella pregunta que se
hizo Eichmann ante el proceder nazi: ¿quién soy yo para juzgar esto? ¿Quién soy
para tener opiniones propias en el asunto? Y así relajarse, distenderse,
entregar la noción aplastante de la libertad en el otro, creer aliviar el peso de tomar responsabilidad por decisiones,
actos y consecuencias, dejar de temerle al aislamiento. Es sorprendentemente
fácil dejarse arrastrar por el líder arbitrario. Solo toma segundos. Y así como
funciona para que una mayoría en la comunidad de Adi no sienta culpa ni
reflexione por las atrocidades, funcionaría para que esa misma mayoría los
acuse y condene a la humillación más devastadora. Se trata de sumarse a la masa
so pretexto de resguardo, de luz verde para hacer el mal impunemente. La mirada
del silencio cómplice, aquel que confirma la banalidad del mal.
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