El tesoro



En 1992 un hombre llamado Ioan Stoica registró Caritas, una sociedad limitada en la ciudad de Brasov, en el centro de Rumania. Solo tuvo éxito con ella al trasladarse a Cluj-Napoca –“la ciudad del tesoro”–, poco más al noroeste, donde el entonces alcalde Gheorghe Funar le recibió, promovió con dinero público y publicitó en los espacios de su alcaldía y el estadio de la ciudad. Caritas fue la primera de las estafas millonarias que arrasarían con los ahorros de los rumanos: concebida bajo el esquema de fraude piramidal, esta prometía devoluciones en cantidades superiores a partir de inversiones iniciales pequeñas.



En 1993 la estafa se había extendido por todo el país, y entre tres y cuatro millones de ciudadanos participarían. El miedo a perder el dinero ahorrado, que rápidamente se disolvía en una economía con alrededor de doscientos por ciento de inflación producto del desplome de las políticas comunistas de Ceaucescu, las ansias de experimentar aquello que llaman capitalismo pero que no se sabe exactamente cómo funciona todavía, y la incredulidad aunada a la falta de una legislación que protegiese al ciudadano ante fraudes de este tipo, le llevaron a la ruina tras el natural desplome de semejante castillo de naipes entre 1995 y 1996.



En El tesoro (2015, Corneliu Porumboiu) hay un personaje que a pesar de todo parece haber aprendido la lección de ese pasado cercano. Costi (Toma Cuzin), un hombre tranquilo, promedio, con casa, mujer e hijo, empleado de una oficina, interrumpe la lectura de las aventuras de Robin Hood que hace a su hijo para atender a su vecino Adrian (Adrian Purcărescu), quien ha venido a pedirle dinero prestado. Pero Costi está también apretado del bolsillo, y tras agradecer e irse, Adrian regresa para hacerle una oferta que no podrá rechazar: como si de una fábula se tratase, en la casa familiar de Adrian situada a pocos kilómetros de la ciudad hay enterrado un tesoro, y este necesita el dinero para alquilar un detector de metales para buscarlo; si Costi cubre ese gasto, dividirán el botín. De entrada parece una nueva estafa, pero considerando las características casi mágicas y literarias del asunto, resulta tan inverosímil que hasta puede que sea cierto. Así, Costi y Adrian se harán de un tercero, Cornel, el operador de la máquina detectora de metales, para ir en busca de aquel tesoro enterrado en una propiedad que por muchos años perteneció al Estado rumano cuando los comunistas expropiaron esas tierras en la segunda mitad del siglo veinte.



Llena de planos secuencia y un ritmo calmo, esta comedia rumana es contada por Porumboiu cual testigo austero y reservado que deja ver el absurdo en las situaciones más mundanas y cotidianas de estos personajes. Un buen tiempo de la cinta se va en escuchar la máquina cuando detecta algo, también en cavar para iniciar la búsqueda, y El tesoro no deja en ningún momento de ser una suerte de thriller de humor absurdo, puesto que todo el asunto está sobre asunciones haladas por los cabellos –como que el tesoro sea real–, y los personajes parecen no percatarse de eso. Una de las escenas más divertidas, aquella de Costi y su jefe en la oficina, son prueba de la inverosimilitud de los planes de los protagonistas.



Al final Porumboiu se vale de un giro para llegar al desenlace, y resulta de maravillas: como desde que comienza parece una fábula, esta historia tiene mucho de esa cualidad atemporal y didáctica mezclada con el humor seco y absurdo de un  director como el sueco Roy Andersson. Gracias a El tesoro, cuando menos una persona además de los personajes aprenderá sobre la confianza y lo que parece irrealizable.




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