Jackie
Un reportero llega a una casa en
Massachusetts a entrevistar a la viuda del expresidente Kennedy, Jackie. Ha
trascurrido una semana desde el magnicidio. Jackie
(2016, Pablo Larraín) es una cinta con apariencia de cine biográfico, que
lo es, sin embargo hay otro género que acalla lo biográfico y le da a la cinta un
atractivo inusual: el terror. Jackie es
una historia de fantasmas.
Al inicio se muestra un primer
plano de Jackie (Natalie Portman), una imagen que, podría asegurarse, es la que
compone más de la mitad de la película. El efecto es de intimidad, aunque la
cercanía al rostro de Portman no siempre revele profundidades psicológicas. Las
decisiones, gestos minúsculos y el hablar suave dejan ver parte de la personalidad
de Jackie. Inocente y feroz, indefensa e invencible. La complejidad del
personaje no podía ser interpretada sino por una actriz del nivel de Portman.
Sentados para la entrevista empiezan
los saltos al pasado. Al programa para la televisión del tour por la Casa Blanca, cuya anfitriona fue la propia Jackie, y al
que comprende el antes, durante y después del asesinato de Kennedy. En el
primero la casa es un escenario hermosísimo, largos pasillos de cielos altos y
paredes blancas. Jackie explica la importancia de los objetos que habitan la Casa Blanca –“los objetos
viven mucho más que la gente”, dice– y esa idea de permanencia es la que la obsesionará
tras la muerte de su esposo: junto al ataúd en el coche fúnebre ya está
convencida de que de que el mundo no debe olvidarlo. En el segundo, con
decisiones dificilísimas por tomar siendo la reciente primera dama, Jackie se
compone de dignidad y delicadeza en un fuerte contraste con los personajes a su
alrededor, incluyendo a Bobby Kennedy y al recién juramentado presidente –el
aval de poder otorgado en un avión mientras Jackie aún tenía sangre seca de su
esposo en el rostro–, el vicepresidente Lyndon B. Johnson. El después es una
tragedia contenida en los gestos mínimos de Portman, lavarse la sangre, planear
el funeral, informar a sus hijos. La calamidad del duelo en proporciones
magnánimas y la mirada del mundo puesta sobre ella. Las escenas finales van
acompañadas de la música de Camelot,
metáfora que utiliza Jackie para que nazca el mito. Fotografiada con una luz
nívea, helada, como la de su anterior película El club (2015), Jackie mantiene
la personalidad de Larraín y aparta la conciencia de los límites del género
biográfico.
Larraín no dirige una película
sobre la vida de Jacqueline Kennedy. La Casa Blanca y la casa en Massachusetts
son escenarios de la presencia ausente del fantasma. No es casual que los
planos que muestran a Jackie recorrer los pasillos elegantes y simétricos –la
simetría es clave en Jackie: los
personajes se fotografían en el centro del cuadro– se parezcan a los de El resplandor (1980, Stanley Kubrick) y
que la música de Mica Levi, afilada, sombría y chirriante, creen la atmósfera
de un thriller psicológico. Dice el teórico Bruce Kawin sobre el cine de
terror: “Una atmósfera efectiva transmite una convicción sobre el mundo en el
cual la película sucede: que estamos confrontados por una esfera de espanto que
tiene sus propias reglas”. La confesión de pecados es un rasgo importante de
las historias de fantasmas, si alguno habita una casa significa que los pecados
antiguos no han sido reconocidos. Un nuevo salto en el tiempo muestra a Jackie
confesándose con un sacerdote (John Hurt), fuera de casa, caminando entre los
jardines.
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