#CineCentenarioRevoluciónRusa La naranja socialista
El cineasta húngaro nacido en
Checoslovaquia, Péter Bacsó, vivió tan solo unos veinte años de su vida bajo un
gobierno no totalitario. Nacido en 1928, y educado en Hungría, Bacsó vivió los
veinticuatro años de mando de Miklós Horthy, regente de Hungría luego de que la
contrarrevolución acabase con el gobierno bolchevique de Béla Kun. Horthy
dejaría entrar a los alemanes a Hungría habiéndose plegado a las potencias del
Eje, hasta que fue arrestado por ellos mismos en 1944. Bacsó vivió luego la
larga caterva de primeros ministros y presidentes socialistas intercambiables
en su cretinez hasta la llegada de Matvei Rákosi, una suerte de incompetente
mayor con mucha suerte.
Rákosi fue capturado en la
Primera Guerra Mundial, participó en el gobierno breve de Kun, huyó a la Unión
Soviética, y al volver a Hungría fue capturado nuevamente. Tras salir a la
Unión Soviética una vez más y volver a Hungría, esta vez con el Ejército rojo
instaurando el nuevo gobierno soviético, es nombrado secretario general del
Partido y hasta se reúne con Stalin como uno de los suyos. El escritor Simon Sebag
Montefiore (en La corte del zar rojo,
Crítica) cuenta el favoritismo de Stalin hacia Rákosi, entre otros líderes, en
una temporada determinada: “Estaba luego la nueva corte de vasallos europeos:
sus favoritos eran el líder polaco Boleslaw Beirut (…), su segundo, Jakob
Berman, el presidente checo, Clement Gottwald, y el de Hungría, Matvei Rákosi.
Los orgullosos yugoslavos, el mariscal Tito y Milovan Djilas, eran menos de su
agrado”. Tras la muerte de Stalin, Tito haría que depusiesen a Rákosi como
primer ministro para ser reemplazado por Imre Nagy, quien relajó los controles
económicos y políticos hasta producirse la Revolución húngara de 1956,
aplastada con la entrada de las tropas soviéticas a Budapest ese mismo año.
Nagy, amigo cercano del cineasta Péter Bacsó, fue ahorcado dos años después.
La sátira de Bacsó El testigo (1968) se completó ese año
pero no se estrenó sino diez años después, tras haber sido censurada por el
Partido. Razones, tenía de sobra: expuestas quedan la incompetencia, la torpeza
casi subnormal y el sinsentido de las vidas de aquellos que forman parte del
engranaje comunista –Rákosi parece haber sido inspiración para uno de los
personajes–. Aunque es evidente que si razones necesitan, aunque no existan, se
las inventan. “Lo que es sospechoso es que no levante sospechas”, dice uno de
los funcionarios.
Ambientada a finales de los
cuarenta y principios de los cincuenta, y divertida a más no poder, El testigo cuenta la historia de József
Pelikán (Ferenc Kállai), padre de ocho niños, miembro del Partido Comunista
húngaro y cuidador de una represa. Su mujer lo abandonó por un camionero
rumano, y para alimentar a sus hijos, tras llegar tarde a la tienda donde de
manera extraordinaria había llegado carne, decide matar al noveno miembro de la
familia: Desirée, un cerdo. Es ilegal matar cerdos sin permiso del Estado, de
modo que debe hacerlo sin que se entere nadie. Lamentablemente Pelikán ha sido
denunciado por un hombre que ya lo ha denunciado antes y que le valió que le
arrancasen los dientes (por eso lleva ahora dientes postizos metálicos). En la
cárcel Pelikán se encuentra con su torturador, con quien comparte la celda. A
partir de aquí, Pelikán saldrá y entrará de nuevo a la cárcel por lo menos
cuatro veces, a petición del general Virág (György Kézdy), quien insiste en
otorgarle al cuidador de la represa cargos que exigen de él algo de lo que
carece: cinismo. La primera vez que sale de la cárcel: “–¿Libre? Pero, ¿y el
cerdo? –No existió. Está usted libre sin cargos. –Pero yo lo maté. Estoy aquí
con razón. –No discuta. Es inocente y ya está. Órdenes de arriba”.
Entre los trabajos impuestos a
Pelikán por el general Virág están dirigir la piscina pública –a la cual deja
entrar al público sin darse cuenta de que su superior, el camarada Bástya, la
usa para nadar en soledad, creando un caos cuando montones de jóvenes se tiran
al agua y el coronel grita ¡traición, traición! mientras sus guardaespaldas se
echan al agua con gabardina y todo a sacarle de la piscina–; dirigir un parque
de atracciones –de Parque Inglés pasa a Parque de la Felicidad: “¿Parque
Inglés? ¿Y que esos imperialistas se rían de nosotros? ¡Nunca!” exclama el
general Virág–; y dirigir una plantación de naranjas. Encargado de cultivar “la
nueva naranja húngara”, Pelikán conserva la única naranja que maduró de la
cosecha escasa con el cuidado suficiente como para que estuviese perfecta para
el día de la “fiesta homenaje a los desarrolladores de la naranja”, donde
acudirían los “héroes de la batalla de la naranja”. Uno de los diálogos más
divertidos de la cinta ocurre durante el magno evento, entre Virág y Pelikán:
“–Ganamos. Mereció la pena, ¿verdad? –No me parece bien. Después de todo
estamos engañando a la gente. –¿A quién engañamos? ¿A nosotros mismos? No,
porque ya lo sabemos. ¿Al pueblo? No pueden permitirse naranjas ni limones pero
al menos disfrutan con la celebración. ¿A los imperialistas? A esos sí les
hemos dado una lección”.
El nombre de la cinta responde al
último encargo de Virág para Pelikán: debe ser testigo de un juicio al estilo
de la Purga en contra de un exministro amigo suyo. Le acusan de lo que siempre:
traidor, fascista. Justo antes de testificar, Virág se encuentra con Pelikán en
una habitación contigua y le pide que repase el testimonio de nuevo sacando un
lote de papeles de su maletín. Al revisarlos le dice Pelikán: “Perdone
camarada, pero esta es la sentencia”.
El testigo no matiza ni hace sutiles sus intenciones: en la primera
escena Pelikán recorre los alrededores del Danubio junto a Ficko, su perrito.
En la tierra, escrito con piedras blancas: “¡Larga vida a nuestro sabio y amado
líder!”. Ficko se orina sobre la frase mientras su amo grita llamándole la
atención. Hilarante de principio a fin, la cinta de Bacsó es reconocida hoy
como una de las mejores sátiras del cine sobre el comunismo, enfermedad que si
no tuviese cien millones de cadáveres encima, sería desternillante.
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