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“Deje de enviar personas a matarme, ya hemos capturado a cinco, uno de ellos con una bomba, y otro con un rifle (…) Si no deja de enviarme asesinos, enviaré uno a Moscú y no tendré que enviar un segundo”.
Al parecer Iósif Stalin no estaba muy a gusto con quienes no estuviesen de acuerdo con él. O con quienes no estuviesen dispuestos a obedecer. O con quienes estuviesen vivos. El mariscal Tito, otro de los sobrevivientes a los sicarios de Stalin (como John Wayne) escribe las líneas anteriores al Padrecito sin temblor en el pulso en mayo de 1948, luego de que Yugoslavia abandonase el Kominform, la oficina de información de los partidos comunistas, naturalmente dirigida desde territorio ruso. De nuevo: parece ser que Stalin estaba medio molesto porque Tito –cuenta Simon Sebag Montefiore–, que no era de su agrado, creó un plan de desarrollo económico independiente al de Moscú. Qué desfachatez. Stalin, pues, no tuvo alternativa sino hacer lo que cualquiera: concentrar fuerzas militares en la frontera norte de Yugoslavia y recurrir a su vieja arma, una purga, en este caso contra los “titoístas”. Ah, e intentar, insistentemente, asesinar al dictador yugoslavo.
Tito había ganado varias de las batallas por el que sería territorio yugoslavo hasta su muerte, en 1980. Durante la Segunda Guerra Mundial, a pesar de haberse aliado a Stalin en principio, el mariscal rompió sus compromisos con Moscú en 1948 luego de haber liberado junto a sus partisanos el territorio ocupado por la Alemania nazi con ayuda mínima de los aliados y, al parecer, ninguna de la Unión Soviética. Mientras Stalin asesinaba titoístas, Tito apresaba o mataba estalinistas. A ver quién puede más. Siguiendo la línea de gobierno de Stalin, eso sí, el partisano instauró colectivizaciones y persecuciones a disidentes, hasta que se abrió un tanto a Occidente, reprivatizando empresas y servicios y aceptando ayudas similares al Plan Marshall. Cedió espacio a la Iglesia y aplastó cuanto movimiento separatista surgía. No solo sobrevivió a haber amenazado a Stalin. Llegó a vivir rodeado de lujos, como el yate en el cual se paseaba de vez en cuando con Sophia Loren, algo que le valió reprobaciones de su camarada Milovan Djilas, quien se quejó de que su amigo se había desviado de los lineamientos marxistas.
Totalitarismo cinéfilo
“Los dictadores son propensos a la cinefilia”, dice Antonio Muñoz Molina en uno de sus artículos para la prensa. No es que les guste el cine. Les gusta un cine: el de Hollywood. A excepción quizás de Il Duce, que al parecer veía los bodrios inaguantables que ordenaba producir en Cinecittà, el resto quedaba maravillado ante la primera cinta de aventuras fantásticas o comedia romántica americana –a Maiakovski le vio llorar a la salida del cine el escritor Thomas Mann, tras haber visto El gran desfile (King Vidor, 1925)–. Hitler prefería Blancanieves, su amigo georgiano sonreía con Tarzán, Hussein El Padrino; el ultracatólico Franco disfrutaba un musical cuya protagonista, una furcia talentosa, participa de un trío y aborta: Cabaret; mientras que el bolchevique tropical de Fidel, tal vez, lloró cuando E.T. volvió a casa. No olvido a los contemporáneos: el disociado de Corea del Norte adora el cine de acción como Godzilla, Bashar Al-Asad no se pierde Harry Potter, y tanto Nicolás Maduodor como su ídolo con pies de arepa tienen sus lazos con la izquierda jipi y chula de Hollywood, como Sean Penn, Danny Glover y el resto de esa caterva de gariteros antisistema.
A Tito le gustaba mucho el cine. Como su compañerito Stalin, quien quería hacer de Crimea una nueva Hollywood, veía una película al día. Lo hizo durante cuarenta y tres años: vio ocho mil ochocientas y un películas entre 1949 y 1980. Su proyeccionista Leka Konstantinovic lo cuenta en el documental serbio Cinema Komunisto (2006), un recorrido por el cine de Yugoslavia, ese país que ya no existe sino en películas. Se hace un recorrido desde la creación de los Estudios Avala, un proyecto enorme que preveía muchísimo trabajo, bastante más del que se hizo, hasta la muerte de Tito. Desde estos estudios se llevarían a cabo numerosas películas bélicas, musicales, dramas, todas unas bazofias insufribles supervisadas por el dictador incluso desde la fase del guion. Fragmentos de estas cintas muestran la historia de Yugoslavia entrelazadas con los testimonios del director del estudio, directores de las películas, actores, vestuaristas, y muy especialmente Konstantinovic, quien regresa a la mansión de Tito casi treinta años después, bombardeada por la OTAN, a contar dónde se colocaba con su proyector y cómo eran las sesiones de cine del mariscal. La relación del cine yugoslavo, o lo que este grupo de yugoslavos hizo del cine de su país con Occidente, alcanza niveles muy altos: Orson Welles, Sophia Loren, Alfred Hitchcock visitaron Yugoslavia en acercamientos y coproducciones con los estudios Avala. Hoy este lugar está abandonado, sin embargo la cinta muestra que se llegó justo antes de que el tiempo acabase con las escenografías y vestuarios. Al parecer está condenado a desaparecer, junto con todo lo que fuese esa fachada de la Yugoslavia de Tito. “Pudimos porque Tito dijo que podíamos”, cuenta uno de los entrevistados. Sin duda.
Lo que viene
La directora de Cinema Komunisto se llama Mila Turajlic. La historia de Serbia desde que ella nació, en 1979, es una belleza. Con la muerte de Tito se desbocaron los movimientos nacionalistas que acabarían en la disolución de Yugoslavia. Milosevic llega al poder en 1989 para subirle el volumen al desastre y a partir de la guerra de independencia de Eslovenia en 1991, se vendrían las más sangrientas de Croacia y Bosnia. En 1997 Milosevic fue proclamado presidente de la República Federal de Yugoslavia, una unión entre Serbia y Montenegro, tras años de hiperinflación mucho mayor que la de la República de Weimar. La guerra en Kosovo produjo la intervención de la OTAN primero con un bloqueo y luego con el bombardeo de Yugoslavia, hasta que llegase la transición en 1999. El 2003 se asomó con una nueva constitución, un nuevo nombre para el territorio: Serbia y Montenegro, y un nuevo primer ministro, Zoran Djindjic. Ninguno duró. Montenegro pidió independizarse y Serbia hizo lo mismo; en cuanto a Djindjic, fue asesinado por la mafia serbia afín a Milosevic el mismo año. El actual presidente pertenece al Partido Progresista Serbio, una coalición política conservadora, proeuropea y afiliada a Rusia Unida, el partido de Vladimir Putin. Otro más que vuelve a casa como E.T.
Cuenta Turajlic para la prensa en el festival de Tribeca que recuerda su infancia muy acontecida por la presencia de Tito y el comunismo. Les hacían jurar su lealtad al mariscal que llevaba ya siete años muerto, cual infantes de simoncitos. “Recuerdo vívidamente el día en que quitaron su retrato de la pared del salón de clases, y el de Milosevic que lo reemplazó”. En los últimos años, agrega, bastante se ha hecho para borrar a este último también. De modo que esta joven serbia ha visto cambiar el nombre del lugar donde nació al menos tres veces en sus treinta y ocho años. Pasó del comunismo al libre mercado, de las guerras de los Balcanes al interminable conflicto de Kosovo, de la Unión Soviética a la Unión Europea.
Y es que lo que muestra Cinema Komunisto es una cinematografía que es un país, un país que fue una mentira. Lo que siempre sucede en comunismo: la realidad es aplastada por una que complazca al régimen (aunque la realidad siempre vence esa batalla). El cine yugoslavo desde los Estudios Avala lo hizo, vendiéndole a Occidente una prosperidad inexistente, una armonía ficticia. Hacer ficción desde la ficción, hasta que todo termina, siempre dolorosa y trágicamente. Y toca pasar la vida reconstruyendo, para que venga otra generación maldita que entregue el país a otro asesino. Turajlic sentencia haber crecido “rodeada por las ruinas de algo que es referido como ‘la era dorada’ de manera nostálgica (…) nos perdimos esa fiesta, pero llegamos justo a tiempo para pagar la cuenta”.
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