#CineCentenarioRevoluciónRusa Un fantasma recorre Bucarest



A József

Cuando muere un cristiano ortodoxo se lleva a cabo la liturgia de los cuarenta días, esto es que familia y allegados deben reunirse de nuevo esa cantidad de días después del funeral para comer, tras haber sido acompañados una vez más por el Padre en la bendición del fallecido. Cuarenta días para que los familiares se acostumbren a la ausencia; cuarenta los días que le tomó a Jesús resucitado aparecérsele a los apóstoles; cuarenta días en los cuales, se dice, el muerto se mueve, vaga, y permanece un pañuelo negro con su nombre en la puerta de la casa.

Lary (Mimi Branescu) acude con su mujer a una liturgia en casa de su padre, Emil, fallecido hace cuarenta días, en el drama rumano Sieranevada (2017, Cristi Puiu). La primera escena, un plano secuencia de un cuarto de hora de duración –y no es nada: la cinta alcanza casi las tres horas en total– muestra a Lary y su mujer discutir sobre los disfraces equivocados de princesas Disney para las niñas mientras manejan a la casa. Al llegar, su mujer insiste en que debe irse al supermercado porque van a cerrarlo. Su madre trata de tener el borsch bajo control. Su tía, una mujer enjuta y pelirroja, lloriquea por su marido, un desalmado que le golpea. Quien parece ser la otra tía, vestida con un estilo muy Chanel, recorre la casa con un gorro ruso blanco y collar de perlas, enfureciendo a una de sus primas cada vez que habla bien del comunismo y de Ceaucescu. Que no tendría ni electricidad ni nada, le dice con sorna la doña, de no ser por Ceaucescu. “Si vuelve a hablar de comunismo la voy a echar de la casa”, dice la prima una vez la señorona ha abandonado la cocina.

Los primos y hermanos restantes andan por allí fumando, conversando a la mesa del comedor o entre el fogón y el pan, esperando la comida. Una de las primas llega con una acompañante borracha, a la cual echan sobre la ropa nueva del muerto, para escándalo e ira de la viuda.

Pasa todo y no pasa nada. En Sieranevada los personajes entran y salen de las habitaciones de la casa a los pasillos estrechos, se abren y cierran puertas y ventanas, se espera la llegada del Padre, de la comida. Ambos llegan, sin embargo se tardan, sobre todo la segunda, con El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962) de referente –aunque aquí sí que se puede salir de la casa, pero es algo que pocos escogen hacer–. Y es que lo que sucede podría ser lo de menos. Podría porque si bien no debe dejarse de lado que lo que ha reunido a estos personajes es la muerte, Puiu ha escogido hacer de la forma un aspecto destacado de este drama.

Fantasmas

Lo que hace interesante a esta cinta rumana es el propio Puiu, quien entiende muy bien que: primero, una cinta como esta debe contarse en su mayoría en un solo espacio; segundo, debe durar lo que dura; tercero, el espacio debe estar construido por planos secuencias que entrevean los espacios donde se arman y desinflan los pequeños conflictos; cuarto, que debía dirigir a todos de manera que conservasen la mayor naturalidad y casualidad de las acciones posibles; y quinto, que debía llamarse Sieranevada, así, con una sola erre.

La continuidad espacio tiempo da la sensación de que los acontecimientos se dan en tiempo real. Aunque existan elipsis son pocas y breves. Y esta continuidad viene por haber establecido casi todas las acciones en el apartamento de Bucarest del muerto, con la cámara colocada en el pasillo mínimo desde donde gira para ver salidas y entradas de personajes de buena parte de las habitaciones. Con muy pocos cortes acompañamos a los personajes “desde la mirada del muerto”, como ha declarado el propio Puiu a la española Fotogramas. Y hay mucho de la manera neorrealista de ver sin intervenir, de mantenerse a distancia y dejar que la realidad sea, ocurra. Sin embargo creería hay más intención en los movimientos de Puiu y Balasoiu, su director de fotografía: no se va a limitar a solo ver, sino que pareciese querer ver ciertos gestos de ciertos personajes en ciertos momentos. Es selectivo, este espíritu. Puiu sabe que debe serlo. Que la ausencia del padre de familia no debe significar la ausencia de postura ante los conflictos, aunque los haya como la doña vestida a lo Elena Ceaucescu que no lo comprendan. Lary sabe que es ahora el padre de la familia: su hermano es visiblemente menor y el marido de su tía, Tony, es un sinvergüenza. Y teme y entristece por eso, aunque luego encuentre razones para reír.

Al verse solo pequeños espacios dentro de cada habitación, los objetos que se dejan ver adquieren mayor importancia y se cargan de sentido, como la vajilla y copas que quitan y ponen las chicas de la casa cada vez que, por fin, parece que van a sentarse a comer, pero algo ocurre y se los impide. Los actores están, por demás, coreografiados sin esfuerzo para tropezarse en los pasillos y las puertas, parecer a la vez ajetreados y relajados, resignados e impacientes porque la velada acabe y la comida se sirva sin más interrupciones. Y Sieranevada, ese lugar que invoca Puiu con semejante nombre, suena a lugar ajeno y lejano, acontecido. Quizás como ese tránsito a la eternidad que debe darse en los cuarenta días. Quería que fuese intraducible, declara Puiu sobre el nombre de la película aplaudida en Cannes.

Puede muy bien ser que las mentiras que van desentrañándose alrededor de Tony y Emil tengan que ver con otras más cercanas, las del propio Lary, y también con las que comentan los hermanos y primos a la mesa, sobre el pasado de Rumania. Y que ese pasado venga a acompañarles cuarenta días después de la muerte del padre, o veintiocho años después de la caída del comunismo, significa mucho en este drama. Puiu ha hecho de la sociedad rumana un microcosmos en un apartamento donde la muerte, los conflictos familiares y, por qué no, el hambre por la cena pospuesta para tratar de solventar señalamientos mezquinos, rituales y teorías conspirativas permanecen para mirarles y ensombrecerles desde los pasillos estrechos. Al fantasma (del comunismo) hay que reconocérsele, o vagará en la casa para siempre.






Extracto

En el drama Sieranevada (2017) Cristi Puiu ha hecho de la sociedad rumana un microcosmos en un apartamento donde la muerte, los conflictos familiares y, por qué no, el hambre por la cena pospuesta para tratar de solventar señalamientos mezquinos, rituales y teorías conspirativas permanecen para mirarles y ensombrecerles desde los pasillos estrechos.

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