#CineCentenarioRevoluciónRusa Cuando el comunismo da risa
Un carrusel es lo más importante del cortometraje “La leyenda de la
visita oficial”, el que abre la sátira colectiva rumana Historias de la edad de oro (Cristian Mungiu, 2007). En esta cinta
escrita por Mungiu y dirigida a cinco pares de ojos, se cuentan correspondientemente,
episodios o “leyendas” de la vida durante el comunismo de Ceaucescu, y aunque
todas sean muy elocuentes sobre lo que significa vivir en el paraíso de la
igualdad, esta primera es de las más claras.
La palabra “carosella” significa pequeña batalla. En el siglo VI los
jinetes practicaban subirse a cestas colgadas de un poste central que hacían
girar hombres o bestias, desde donde entrenaban su puntería con lanzas que
debían atravesar aros dispuestos a su alrededor. Carrusel terminó siendo la
palabra para este artefacto ya tecnologizado, puesto en movimiento con motor y
con luces y adornos dispuestos en su superficie. Ahora es para el
entretenimiento infantil, pero se inventa con fines militares.
Las estampas que componen esta cinta van desde unos estafadores de poca
monta (“La leyenda de los vendedores de aire”), pasan por el retoque de una
fotografía de un líder comunista (“La leyenda del fotógrafo del Partido”), un
hombre que necesita sacrificar a su cerdo sin que nadie se entere (“La leyenda
del policía codicioso”), y un hombre que vende los huevos que transporta para
ganarse el amor de una chica (“La leyenda del conductor de pollos”), hasta la
ya mencionada llegada de una comisión del Partido a un pueblo rumano. Esta
última cuenta que ese pueblo será el final del recorrido de la célebre
comitiva, y por lo tanto debe estar preparado: el secretario (Alexandru
Protocean) recibe la llamada para que ponga a todos a arreglar el pueblo, con
demandas tan absurdas como conseguir unas palomas para liberar al momento de la
llegada. El hombre se pone manos a la obra, exige que todos estén vestidos
acordes a la línea del Partido, que se exhiban pancartas, frutas, ovejas. “Los
árboles se ven un poco vacíos” dice uno de los personajes. “Pues les colgamos
unas frutas para que no se vean tan solos”, le responden. Ante la inminencia de
la visita, un supervisor del Partido (Emanuel Parvu) es enviado al pueblo para
asegurarse de que todo está en orden. “Aquí están los niños, camarada
inspector” le dice el secretario. “Pero mira qué orejas”, les responde. Y el
secretario: “es el hijo del alcalde, camarada inspector”.
Un personaje más se cuela en este circo: el dueño del carrusel. Viene
una vez al año por tres días, y le han indicado que debe desarmar el carrusel
por la visita. Preocupado, sabe que perdió todo el trabajo, pues se tardará en
desarmarlo y no tendrá sentido volver a dejarlo listo porque tiene que partir. El
inspector, ya preparado para la visita, recibe la noticia de que se ha
cancelado, y decide quedarse a cenar junto al alcalde (Teodor Corban). En la
borrachera, ya bastante avanzada, le dicen al dueño del carrusel que no lo
desarme: subirán todos. Una vez arriba, chillando y riendo, el secretario se da
cuenta de que el alcalde está por vomitar. “¡Pare el carrusel!” grita el
secretario al dueño, “¡el camarada alcalde se siente mal!”. “El camarada
inspector dijo que subiéramos todos”, dice el dueño, subido en uno de los
asientos del tiovivo. No queda nadie para detenerlo. Se hace de noche y la leyenda
dice que en la madrugada la comitiva llegó para encontrarlos a todos dando
vueltas cubiertos por el vómito del alcalde. No podía ser de otra manera. La “pequeña
batalla”, con sus propiedades militares e infantiles, hecha escenario del
absurdo comunista.
Mungiu ha declarado en varias ocasiones que filma convirtiéndose en
testigo de lo que pasa, no favorece los primeros planos, trata de mantener la
distancia pues trata de no abusar de la manipulación de la que disponen los
cineastas. Este estilo neorrealista muestra los tiempos muertos de las
historias y trabaja con un flujo de tiempo continuo, por lo tanto hay muchos
planos secuencia. Hacerlo así significa que Mungiu se aparta de la ideología
que hizo posible el contenido de lo que filma, puesto que el montaje continuo
no responde a una necesidad de fulminar la realidad, sino todo lo contrario. Y
demuestra asimismo que, como la realidad se representa en su ambigüedad, el humor
puede y debe estar presente, como se ve en esta sátira divertidísima.
“Los grandes
tiranos han temido la risa mucho más que el dolor”, dice Martin Amis en una entrevista
en el diario ABC de España. Polacos,
albanos, checos y rumanos saben muy bien cómo contar la experiencia
totalitaria, pero sobre todo estos dos últimos lo hacen con el humor que corresponde.
La experiencia comunista sería hilarante, de no ser por la montaña de cadáveres
que trae consigo. Ya lo contaba con una anécdota Amis en Koba el temible: el joven de catorce años Pavlik Morozov fue
condecorado y se le erigió una estatua por haber denunciado a su padre ante el
régimen, además de convertirlo en héroe de la patria y obligar estudiar su vida
en los colegios. Escribe Amis que Stalin interrumpió la pompa para comentar en
privado: “qué pequeño sinvergüenza, denunciando a su propio padre”.
Comentarios
Publicar un comentario