De cómo la pantalla chica se hizo grande
La producción de series para la televisión estadounidense atraviesa desde hace
años un periodo de gracia, la llamada “era dorada” de la pantalla chica. House, Six feet under, Los Soprano,
son series que han dejado atrás la época de shows de fácil digestión de los
noventa. Mucho más recientes son las expectativas por el comienzo irresistible
de una nueva temporada o del capítulo estreno de la semana cuya intensidad
sobrepasa la que producía cualquier blockbuster
de la pantalla grande. Por ejemplo, el efecto que Juego de tronos produce en su audiencia es tal que solo se me
ocurriría compararlo con el que produjeron las dos últimas partes de El señor de los anillos de Peter
Jackson, o Los vengadores (Joss
Whedon, 2012). Apasionados seguidores
que se reúnen para conversar sobre los personajes y sus universos con tanto
gusto y entusiasmo. Juego de tronos, HBO, el resto de
las series nominadas a los Premios Emmy son una muestra de que la televisión americana
está elevando el nivel muy por encima del de Hollywood. Y aunque hay algunos que
dirán que hacerlo no era difícil, y que pudieron vaticinarlo como Robert McKee,
este giro en la trama pudo habernos tomado por sorpresa.
No se trata únicamente de guiones sólidos, entretenidos e
inteligentes. Hay todo un aparataje de condiciones que ha permitido que surjan
series como las que hoy no podemos dejar de ver. La calidad de las producciones
que transcurren en interiores más o menos modestos, como Boston Legal, o las que no esconden el presupuesto gigantesco que las
hace posibles, como Roma, es muy
alta. Los elencos se construyen a partir de un actor reconocido que
funcione como gancho, como ocurrió con Hugh Laurie, James Gandolfini o Sean
Bean, el redimido Boromir de La comunidad
del anillo (2001), y es común que al resto del elenco no le preceda la
fama. Hay una seriedad en estas historias que les otorga un espacio importante en la
pantalla. Y ese espacio pareciese estar entre la teatralidad de los personajes
y una manufactura impecable propia del cine. Aunque se mantenga el lenguaje
visual televisivo estándar se han incorporado maneras de fotografiar mucho más
interesantes, más cercanas a la cinematografía. El producto es personajes ricos
y complejos –los de Juego de tronos
son casi mitológicos– presentados con estética y
desarrollados con ingenio, que es más de lo que se podría decir de algunos ganadores
del Oscar reciente.
La insoportable duración
del cine
A falta de una cartelera que ofrezca historias incitantes, agudas,
diestras, la televisión ha llegado para presentar una gama amplísima de
registros dramáticos, cómicos, trágicos, que van desde lo más
minimalista hasta lo más exuberante, personajes cada vez mejor construidos y
más interesantes de descifrar. Y es que el cine estadounidense más
chato tiene hoy entre manos varios asuntos que
pareciesen distraerlo de abundar en historias como las que vemos en las series.
Cada vez más se asemeja
al videoclip, y viceversa.
La televisión se ha apoderado sin complejos de una
parte del público que asistía a las salas de cine para entretenerse. Esas
producciones hollywoodenses se siguen
concentrando en lo espectacular, pero por alguna razón la
conveniencia de poder esperar la transmisión del nuevo capítulo de The big bang theory o Girls desde casa, echado en el sofá lo
hace al menos más apetecible. Lo mismo sucede con la diferencia de duración entre un capítulo de una
serie y una película: una gran
mayoría en el cine se levanta de la butaca al segundo de haberse desvanecido el
último plano de la película, justo antes de los créditos, como si de repente,
después de dos horas de quietud, recordase que está sentada sobre alfileres. La
brevedad, la economía, esa píldora de entretenimiento puro que es un capítulo
de Modern family es también muy
conveniente, porque como dice Weiner, cada cultura obtiene lo que necesita. Lo
importante es que estas series, además de amenas e interesantes, han apelado
con convicción a la perspicacia y sagacidad del espectador. Así lo breve, como en el cuento, se potencia.
La
importancia
de
llamarse
Don Draper
Matthew Weiner escribía para la comedia protagonizada por Ted
Danson Becker. El creador de Mad Men (2007-) se sintió bastante
decepcionado cuando HBO rechazó su piloto para una nueva serie sobre el mundo
de la publicidad neoyorkina en los sesenta, sobre todo porque además de su
experiencia en esa sitcom venía de escribir para Los Soprano. HBO tendría si no fuese por eso las dos series más
importantes de la actualidad. Sin embargo es la cadena AMC, quienes transmiten
también The walking dead, la que se
quedó con aquella que durante cuatro años ganó el Emmy a la mejor serie
dramática. Mad Men ha dejado de tener
el éxito popular de otras series más
conocidas como Breaking bad y Juego de tronos por razones que el gran público llama tedio o lentitud, y que no son sino querer la
papa pelada, no querer prestar atención. Y aunque Juego de tronos
la exige por la gran cantidad de personajes y su entramado, tiene una dosis de
acción épica que, para muchos comparada con los asuntos domésticos y de oficina
de Mad Men, resulta “de verdad” estimulante.
Pero como en los cuentos de la nobel Alice Munro, las historias de alcoba, pequeñitas,
íntimas, aquello que llaman minitrama, pueden ser tan o más vivificantes que
una batalla en Desembarco del Rey en la que rueden las cabezas. Eso ofrece Mad Men. El mismo Weiner lo ha dicho: la
historia está construida a partir de los detalles. Los objetos, los gestos, los
silencios. Si algo se modifica, por más insignificante que parezca el cambio,
allí hay un síntoma de un comportamiento. Hay evidencia del carácter de un
personaje. Hay el derrumbe de una relación o la invitación a su crecimiento.
Hay escenas en la que pareciese no estar pasando nada importante y la tensión
es insostenible, producto siempre de un gesto pequeño: una pausa al limpiar los
platos, una media sonrisa, el abstenerse de encender un cigarrillo o de echarse
un trago. Todos mundanos catalizadores de los más profundos complejos, deseos,
rencillas entre personajes. Es sutil, y muy poderoso. Los diálogos y el humor,
dignos del más liviano Hitchcock (los créditos, por cierto, son inspirados en el trabajo de Saul Bass,
el magnífico genio que diseñó el póster de Vértigo),
la puesta en escena, los arcos de desarrollo de los personajes son maravillosos. Mad Men es uno de los trabajos más integrales para la televisión de
nuestros tiempos.
Lo que resta es que series relativamente nuevas como Orange is the new black, y House of cards, ambas transmitidas por
Netflix; True detective, Fargo, Downtown Abbey, Veep,
entre otras nominadas al Emmy tengan la capacidad de permanecer por más
temporadas y, con mucha suerte, convertirse en parte de ese grupo selecto de
series como Mad Men que se recomienda
y se discute entre cafés y amigos, como se suele
hacer con el buen cine.
Comentarios
Publicar un comentario