La infancia de un líder


El director de la ópera prima La infancia de un líder (2015), el actor Brady Corbert, ha tomado como inspiración para esta película a autores como Jean Paul Sartre y Hannah Arendt. Ha declarado que empezó a escribir el guion hace once años, y finalmente, con la ayuda de su pareja, la cineasta Mona Fastvold, ha llevado a cabo el proyecto. Partícipe de obras importantes como Melancolía (2011, Lars Von Trier), Clouds of Sils Maria (2014, Oliver Assayas) y Funny games (1997, Michael Haneke) Colbert ha aprendido de sus directores y presenta este thriller con mucha ambición y una conciencia de estilo y género prometedora.

Un hombre sin nombre (Liam Cunningham, forzando un acento americano) se ha mudado con su mujer (Bérénice Bejo) e hijo (Tom Sweet) a una casa enorme y siniestra en Francia. Él es norteamericano y ella alemana. Él no habla francés, pero ella sí. El niño está aprendiendo, al parecer mucho más rápido que el padre. Este se encuentra allí por una razón muy importante: está negociando la paz a través del Tratado de Versalles, pues trabaja para el presidente Wilson. Probablemente sea el año 1918. Charles (Robert Pattinson, forzando un acento europeo) es un amigo de la familia, un escritor que visita la casa de vez en cuando y conversa sobre política. Mona (Yolande Moreau), al servicio de la casa, cuida también del niño, quien a su vez recibe lecciones de francés de la joven Ada (Stacy Martin).

Dividida en cinco partes, primera y última nombradas con términos líricos (“Obertura” y “Una nueva era”) narra los berrinches del niño y el conflicto progresivo con aquellos a su alrededor. No es difícil y, dejando de lado el género, entender de inmediato que se trata de la infancia de un tirano, o más concretamente, de la maldad manifiesta en la infancia. Tratándose de un asunto tan complejo pareciese que Corbert ha llegado hasta donde ha podido, haciendo de La infancia de un líder la descripción de una niñez en la cual no parece atribuir el mal a nada específico, sino tal vez a una suerte de conjunción de situaciones que la llevan a la tiranía, aunque al niño, en realidad, se le vea tiránico y manipulador desde el comienzo. De esta irresolución Corbert deja sin señalamientos el origen del mal en ese individuo, lo presenta al mismo tiempo en su banalidad. Sostener esta sanción habría sido la determinación más interesante para el debutante, pero su ambición en abarcar las complejidades del mal, a pesar de haber planteado las condiciones necesarias para su desarrollo en las conductas y circunstancias de los personajes, parece haber concluido con superficialidad (de lo contrario habría hecho algo similar a La cinta blanca de Haneke, de quien tiene fuertes influencias). La secuencia estalinista-hitleriana apenas revela algo que tal vez no era necesario conocer.

Pero no se trata de nada grave: el estilo de Corbert compensa la ausencia en la complejidad de las reflexiones. Y es que lo más atractivo de La infancia de un líder viene gracias al registro y la puesta en escena. Las escenas en la casa, donde se desarrolla la mayor parte de la historia, están iluminadas como cuadros de Vermeer; el formato de 35 mm le da textura a sus tonos oscuros y opacos. Corbert y el director de fotografía Lol Crawley nos acercan bastante al tiranito: los planos siguen al niño por los pasillos, miran hacia arriba (a las cúpulas, como si se tratase de la ambición del personaje), y muestran detalles subjetivos como el pezón que deja ver la transparencia de la tela en la blusa que viste Ada durante una lección de francés; sin embargo procura también alejarse, presentarlo como la inconveniencia que es para su madre religiosa, la incomodidad para la sensual Ada, el disgusto para el afanado padre. Con frecuencia fotografiado de perfil, de espaldas o través de reflejos (como indicando su naturaleza doble), el niño lleva el cabello rubio y abundante sobre el rostro y enfurece al ser confundido con una niña –cuando crezca será calvo y con barba, para que nadie vuelva jamás a confundirse–. Todos estos detalles harían un drama familiar psicológico de fondo bélico si no fuese por la música de Scott Walker, con chillidos a lo Bernard Herrmann que suenan por encima del volumen estándar en cine y que crean una atmósfera perturbadora y escalofriante, uno de los elementos más importantes de la cinta. Añaden aun más personalidad los insertos con imágenes de archivo de la Primera Guerra Mundial que acompañan cada una de las partes. Los créditos iniciales aparecen sobre un plano cenital en movimiento sobre las vías de un tren, a la vez remitiendo a lo narrado (la llegada del representante del gobierno norteamericano a Francia) y al discurso, el de la obvia llegada del totalitarismo y sus campos de trabajo forzado y concentración.

“Esa fue la tragedia. No que un hombre tenga el valor de ser malo, sino que tantos no tengan el valor de ser buenos”, dice Charles a su anfitrión al inicio. Sin duda uno de los diálogos más ilustrativos de la película, parece representar aquello que con mayor claridad deja ver Corbert como asunto del filme: la maldad de un tirano puede o no ser gratuita, pero necesita mucha complicidad para convertirse en genocidio.






Comentarios

Entradas populares