Red army
I
En el documental Red army
(2014) el director norteamericano Gabe Polsky conversa con Viacheslav “Slava”
Fetisov, quizás el defensa profesional de hockey sobre hielo más famoso de la
historia, y a través de la trayectoria y vida de él y sus allegados, cuenta la
historia del legendario, galardonado, admirado y victorioso equipo de hockey
soviético y humaniza el fracaso de la Rusia comunista.
La historia de este jugador estrella le sirve al director casi
como excusa para hablar de la rivalidad entre la Unión Soviética y los Estados
Unidos. Aun así queda claro que hay un interés genuino de Polsky por el hockey,
y sobre todo por “los cinco de Rusia” del equipo soviético. Serguei Makárov,
Igor Lariónov y Vladimir Krútov en la ofensiva y Alekséi Kasatónov y su
entrevistado, también capitán del equipo, Slava Fetisov, en la defensa. Cuenta
Polsky que había encontrado una cinta de VHS con un juego del quinteto del año
ochenta y siete, y que se había deslumbrado por la manera de jugar del equipo
soviético. Él mismo jugaba hockey en la universidad de Yale. “Yo estaba en un
país con más derechos, pero aprendía un estilo de hockey que no era tan libre
ni tan creativo”, le dijo el director a Público
en 2015. Amigos cercanos, productor el uno del otro, Polsky y Werner Herzog
parecen compartir maneras de ver el mundo. Así como dice más adelante que el
Equipo Rojo era un arma de propaganda, Polsky agrega: “y los jugadores eran
peones involuntarios de aquello”. Qué insistencia en sustraerle constantemente
la responsabilidad a los actos propios para endilgarla al otro.
Fetisov, quien fue ministro del Deporte de Rusia desde 2002 hasta
2008, es un personaje que raya en la grosería y parece tener muy buen humor.
“Nuestro entrenador, Nikolái Golomázov, me llamó anarquista y aventurero porque
cuando sentía que podía hacer un pase ofensivo arrancaba hacia delante”, cuenta
el jugador. Ese estilo modificó la manera de jugar hockey desde su incursión en
las ligas profesionales hasta hoy. Uno de los primeros entrenadores, Anatoli
Tarasov, los preparó para que equivaliesen al ballet del Bolshoi sobre hielo,
sin embargo fue destituido de su cargo en 1972. El entrenador siguiente, Viktor
Tikhonov, encajaba mejor para el politburó: un exagente de la KGB que eventualmente
trataría de impedir que Fetisov abandonase la encantadora Unión Soviética para
ir a jugar a la tierra de los culpables de todas las desgracias habidas y por
haber del mundo (sobre todo las infligidas por cada país a sí mismo), los
Estados Unidos. En el año ochenta y uno, un año después de la derrota
catastrófica conocida como Milagro sobre hielo (la victoria estadounidense
sobre los soviéticos en los Juegos Olímpicos de Invierno) el dream team helado consiguió la victoria
sobre los americanos en la Copa de Canadá. Qué alivio. Tal vez ese día el
régimen, como celebración, no haya asesinado a nadie.
II
Los deportes, sobre todo bajo regímenes autoritarios, dicen mucho
sobre un país. En la Alemania nazi el culto al cuerpo de los atletas era aupado
y exigido, como con tanta elocuencia lo muestra Leni Riefenstahl en Olimpia. El fútbol fue prioridad para
Mussolini y Franco, y Castro con frecuencia celebraba aniversarios de “béisbol
revolucionario” con anuncios en el Granma.
Los deportes ofrecen, al parecer, una visión integral de una sociedad, pues se
trata de un lente poderoso para medirla. En Red
army, ante las preguntas de naturaleza privada, sobre experiencias únicas e
irrepetibles de cada jugador entrevistado, la respuesta se repite: “éramos
iguales”. Estos hombres se encuentran en un mundo donde lo individual se les ha
extraído dejando solo lo colectivo, un aspecto que en deportes parece funcionar
de maravillas, pero al abandonar el rink de
hielo, no tanto.
[Hay resistencia a la hora de considerar como comunistas a los que
gobiernan un país. Es inevitable tener que explicar que el hecho de que sean
ineficaces no les quita estar endemoniados por la ideología. Pese a lo que hace
pocos días declaró la nobel Svetlana Alexiévich, para sorpresa y decepción de
muchos, en Barcelona, España (“Yo soy de la generación que negaba el comunismo;
no por la idea, que es bonita, sino por su realización”), el comunismo es muerte
y hambre. No debe dejarse grieta alguna para consideraciones. No hace falta
mayor bibliografía para llegar a lo escatológico del comunismo: la propia
Svetlana toma nota de un testimonio de un exmiembro del Partido Comunista desde
1922, un hombre de una lucidez y cordura comparable a la de nuestro presidente,
quien atestigua haber visto un vagón que se dirigía a Siberia con un niño
llevándose mierda a la boca (y un ahorcado, pero eso es otro asunto, aunque no
menos escatológico). No hay imagen más elocuente que esa para entender el
concepto: un infante engullendo excremento, y la muerte colgando sobre él. He
allí la ideología. Por eso sus declaraciones resultan tan desalentadoras.
Meros señalamientos como observadora cualquiera: mientras el Psoe
pacta “localmente” con los comunistas de Podemos (y a la vez con sus amigos de
Izquierda Unida, tal vez los bolcheviques de esa relación), Donald Trump se le
acerca cada vez más a Clinton. Una universidad alemana ha eliminado los
estudios de filosofía en una carrera como Economía, obviando que con ellos los
alumnos pueden entender por qué piensan como lo hacen. Y el nieto del cocinero
favorito de Stalin, el presidente Putin, hace envenenar y encarcelar a los
incómodos para luego, ante las pruebas, decir que ese tipo de investigaciones
“no ayuda a las relaciones” entre Rusia y otros países. El papa, siendo populista
y repitiendo la palabra pueblo como un mantra, parece hacerse la vista gorda
con estos asuntos. Los españoles se niegan a creer que Pablo Iglesias, ese Lex
Luthor de Jesse Eisenberg, gane las elecciones, de la misma forma en que George
Clooney y otros estadounidenses se niegan a creer que el magnate y bully Trump vaya a ganar. No solo es que
pueden ganar, sino que es muy probable que lo hagan, pues parece ser que los
votantes desean tanto el revanchismo y tienen deseos suicidas tales que son capaces
de darles los votos suficientes para poner a ese par al frente de sus respectivos
países. Iván de la Nuez habla del fantasma del comunismo andando por el mundo,
destruyendo y matando a cada paso y deteniéndose en cada mausoleo. El
resentimiento, el odio y la estupidez emergen de los pueblos para matarse en
nombre de una mentira.
En realidad, se matan porque quieren, ansían la destrucción del
otro. Y se advierte hasta el agotamiento. Ha quedado muy claro en cualquier país
cuyos habitantes hayan apoyado una ideología semejante. Y sorprende, aunque no
tanto como las declaraciones de Svetlana, la riña menor, la tontería peligrosa,
ese tirano estúpido presente en cada uno de nosotros: ante un cargo tonto,
tontísimo, las ansias de poder y desquite; ante la posesión demoníaca, servirle
al régimen con la treta de jugar hockey –o hacer cine– por la patria o por un
padrecito. Todo es personal. Hacer el mal también.]
III
Red army ilustra la relación de competencia permanente que tienen aún los
rusos con los estadounidenses en cualquier ámbito. Los jugadores que pudieron,
escaparon de la Unión Soviética casi como lo hizo recién Yulieski Gourriel, el
jugador de béisbol cubano: durante un viaje al extranjero por un juego. Hipnotizados
ante las vitrinas, como los cubanos de Buena Vista Social Club cuando visitan Manhattan
al final del documental de Wim Wenders, (y ¿quién se encargará de nuestro
comportamiento en el exterior para la gran pantalla?), los jugadores del Equipo
Rojo, amando y respetando a su país, como declaran insistentemente Fetisov y
Polsky, vieron en la tierra del capitalismo salvaje algo que no les ofrecía el
Imperio majestuoso de Lenin y Stalin. Fetisov no solo fue contratado por el
equipo norteamericano, sino que permaneció allá como jugador y luego como
mánager de la NHL por nueve años. Logró que ocho jugadores pudieran migrar y
jugar para equipos americanos, aun después de haber sido amenazado e insultado
por el entonces ministro de la Defensa, Dmitri Yázov. Aunque la mayoría de
estos jugadores, como Svetlana, tenga algo de nostalgia comunista, sobre todo
porque llegaron a conformar el gran equipo de hockey que venció al de los norteamericanos,
esos hombres se abrazan al libre mercado y sus taras con fuerza. El director de
Red army ha declarado que Rusia no es
tan mala como la gente la pinta, tras negar que abandonaría los Estados Unidos.
Amigo cercano de Fetisov, el pequeño Putin en su cumpleaños sesenta y tres ha
jugado con el equipo actual, como tratando de tomar para sí algo de la gloria
pasada, mientras The New Yorker lo
presentaba en su portada en una caricatura haciendo patinaje artístico sobre
hielo (con un grupo de Putines como jurado en el fondo).
Aquí, pareciese que permanecerá, como en Rusia, el deseo de que el
Estado se encargue de las vidas de todos. Habrá nostalgia de las maneras del
comunismo. Con seguridad, alguien dirá que fue una idea bonita fallida. Hasta cuándo. Richard Pipes lo sentencia al final
de su Historia del comunismo: “el comunismo no era una buena idea que salió
mal, sino una mala idea (…) Si alguna vez revive, lo hará desafiando a la
historia y con la certeza de acabar con otro costoso fracaso. Semejante acción
rozaría la locura…”. Y puede que Pipes haya sido blando: aquello de rozar
parece ser insuficiente. Es la locura
(Pepe Mujica dixit). Una roja,
rojita, como el equipo/ejército de hockey soviético.
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