Perdidos en La Mancha
En
un lugar de Minnesota, de cuyo nombre no puedo acordarme, no ha mucho tiempo
que nacía el cineasta Terry Gilliam. Se daba a recorrer en automóvil las calles
de Los Ángeles en el sesenta y siete, y era detenido por la policía todas las
noches, la cual llevaba a cabo requisas mientras lo sujetaban contra la pared.
Gilliam, en su veintena, era un mad man
–es decir, un hombre de publicidad, mucho más cercano al jipismo que al
agnosticismo de un Don Draper– y le cuenta al escritor Salman Rushdie, como
parte del Festival de Cine de Telluride (2002) que ese mismo año abandonó la
revista Help, donde trabajaba como
caricaturista con Robert Crumb, para irse a Europa. Permaneció en Inglaterra y formó
parte de los Monty Python. Gilliam se convirtió en uno de los cineastas más
particulares en temáticas y estéticas desde la segunda mitad del siglo pasado. También
en uno de los más accidentados.
Hablar
de la obra de Gilliam es incluir la que pudo haber sido, como si de Bartleby se
tratase. Historia de dos ciudades,
basada en Dickens; Watchmen, de Alan
Moore, y Harry Potter y la piedra
filosofal, de J.K. Rowling, estas últimas adaptaciones que tuvieron a
Gilliam de director en un principio y terminaron en otras manos; y la más
famosa El hombre que mató a Don Quijote,
cuya realización se le ha resistido al director de 12 monos desde 1999. En el documental Perdidos en La Mancha (2002), los estudiantes de cine Louis Pepe y
Keith Fulton, quienes ya habían llevado registro de rodajes anteriores de
Gilliam, dejan ver el viaje quijotesco de Gilliam y su equipo en uno de los
rodajes truncos más difíciles de los que se tiene registro (entre ellos el de Apocalipsis ahora, al que Francis
Coppola se refirió no como uno “que habla de Vietnam, sino que es Vietnam”, o el de la rusa Stalker de Andréi Tarkovski, donde la
cercanía con Chernóbil los situó próximos a los desperdicios tóxicos en el
lugar de filmación y tres miembros del equipo murieron extrañamente poco
después, todos de las mismas causas, incluyendo el propio Tarkovski).
II
Cuenta
El hombre que mató a Don Quijote la
historia de un ejecutivo de publicidad (interpretado por Johnny Depp) que salta
en el tiempo entre Londres del siglo XXI y La Mancha del siglo XVII, donde Don
Quijote (interpretado por Jean Rochefort) lo confunde con Sancho Panza. En Perdidos en La Mancha vemos cómo se va
dando cada día del rodaje de esta adaptación, y cada día que pasa es una
calamidad tras otra: desde filmar al lado de un campo militar y el ruido de
aviones F-16 hace que la grabación de audio sea imposible, pasando por una
catástrofe natural, hasta el diagnóstico de hernia discal doble para el actor
Jean Rochefort, intérprete de Don Quijote, quien tuvo que permanecer de reposo
por meses ¡y olvidarse de andar a caballo!
La
película nunca pudo ser completada a pesar de la ayuda recibida por Gilliam de
los inversionistas quienes, al considerar la tríada Gilliam-Depp-Rochefort un
“elemento crucial” en el contrato, y saber que Rochefort debía ser reemplazado
debido a su salud, se hallaron frente a un conflicto que apenas era uno de
tantos en la lista. Como si Gilliam, al decir en el documental que su película “será
bella y terrible al mismo tiempo”, la hubiese sentenciado: El hombre que mató a Don Quijote no fue completada. Muy cierto lo
que dice Benjamín Fernández, diseñador de producción, sobre el director: “Él es
un poco el Quijote. Es quien ve cosas que los demás humanos no vemos”. Y
funciona tanto para las cosas buenas como para las malas: aunque el proyecto haya
sufrido, ha sido refinanciado por tercera vez –esta vez por el gigante Amazon,
entre otros– para estrenar en 2017.
III
Cuando
la épica y la epopeya se hacen necesarias para la vida de un país, cuando se
cree que se está haciendo la Historia, o cuando se quiere hacer grande la
Patria –y qué insistencia en parecerse al “enemigo”: las ansias imperiales de
los rusos y la tozudez de preservar el legado de aquel ídolo con pies de arepa,
como lo llama Mires, no se diferencian del “Hagamos grande a América de nuevo”
del bully Donald Trump–, la vida de
un hombre no significa nada.
Estas
personalidades contemporáneas sin la magia o la nobleza del personaje de
Cervantes o del cineasta que se le parece, solo conservan del hidalgo su locura
(una totalitaria), y así ven grandes hazañas donde no las hay, y maravillas en
la realidad más oscura, como un Quijote vil, estúpido y despreciable.
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