Abbas Kiarostami... y la vida sigue
Debo esta
ocasión ahora a la muerte de Abbas Kiarostami y sin embargo debo la felicidad
muchas veces al arte de Kiarostami vivo.
Abbas Kiarostami no estudió
cine, sino pintura. Como el maestro Kurosawa, Kiarostami quería ser pintor, y
como aquel se convirtió en cineasta y fotógrafo. En 2014 declaró en Cannes que
nunca pensó que se convertiría en cineasta, y sin embargo, cuando tuvo unas
cuantas películas encima, se obligó a decidir que sería ese su oficio. Parte de
la nueva ola iraní, ha dicho que su fe en el cine de su país está en los
cineastas desconocidos independientes, quienes gracias a las nuevas tecnologías
tienen la posibilidad de hacer cine de muy alta calidad. Trabajador incansable,
declaró no tener ya expectativas: solo quiere capturar una imagen al día, por
lo menos, “como un pescador que espera atrapar algo cuando lanza sus redes”.
Sencillez lírica, la de Kiarostami.
En los años setenta hay un
cine iraní que llega a tener cierto alcance internacional a pesar de la
censura, muy parecida a la que ejercía el famoso Código Hays en los Estados
Unidos. Sin embargo luego de la revolución de Jomeini la censura se intensificó
y casi todo era vedado y prohibido. Los cineastas en los años ochenta, producto
además de la guerra con Irak, difícilmente producían algunas películas
precarias, de autor, humildes, llenas de actores no profesionales y cuyas
historias no hallaron eco en la sociedad iraní de la época. A finales de los ochenta y los noventa se logra cierta recuperación
económica e incluso se relaja la censura (a partir de 1997 y hasta 2005,
conocida como la era Jatami) y cineastas como Abbas Kiarostami, Jafar Panahi,
Asghar Farhadi y Samira Makhmalbaf desarrollan su cine.
Como consecuencia de la
dificultad para filmar en su nativa Irán –conocemos las peripecias de Jafar
Panahi para hacer cine, por dar un ejemplo– Kiarostami estuvo hasta hace poco
en andanzas docentes por muchas ciudades del mundo, entre ellas Hong Kong,
Murcia y Nueva York, dando talleres y clases magistrales. En 2014 estuvo en
Bogotá, evento que contó con la colaboración de Venezuela y otros países del
continente. Pudo haber estado aquí en el país de no ser porque estábamos
ocupados transformándonos en la Zimbaue de los años sesenta en pleno siglo
veintiuno.
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El plano final de A través de los olivos (1994), memorable
como los haya, es un largo gran plano general que apenas se mueve para seguir
al protagonista sendero abajo, a través de los olivos, corriendo tras la chica
que ama y con quien quiere casarse. Dos puntitos blanco y negros se mueven
entre el verdor del sendero acompañados de música y quietud. A través de los olivos es considerada la
tercera parte de una trilogía que inicia con ¿Y dónde está la casa de mi amigo? (1987) y continúa con Y la vida sigue (1992). La primera
cuenta la historia de un niño que quiere regresarle un cuaderno a un compañero
de clase pero no sabe llegar hasta donde vive. Luego de que Kiarostami filmó
esta película ocurrió un terremoto fortísimo, y con él muchas muertes. El
director entonces hace la segunda cinta, en la que él mismo se filma llegando
al pueblo donde ocurrió el terremoto en busca del chico que protagonizó la
primera película, pues quiere saber si ha sobrevivido. Cierra con A través de los olivos, una historia en
la cual un director de cine llega al pueblo donde se dan las otras dos
historias para filmar una película. Uno de los jóvenes “actores” se ha
enamorado de una de las chicas, precisamente aquella que hace de su esposa en
la película que se filma. Y Kiarostami, fiel al neorrealismo italiano o al
espíritu documental se interesa en esa historia mínima de amor no
correspondido.
El tratamiento sereno que le
da el director a cada situación revela mucho de su personalidad. En El sabor de las cerezas (1997) lleva
esta pasividad a la reflexión filosófica. Su cámara solo observa como quien se
muestra muy interesado en lo pequeño, lo nimio, los gestos casi imperceptibles.
Las situaciones y las motivaciones son también así, genuinas y sencillas. Kiarostami
nos involucra desde la distancia con unos personajes que saben que están
haciendo una película, y que no tratan de esconderse de ella. Con belleza
delicadísima, en A través de los olivos
se nos presenta una historia de amor bajo una mirada llena de dulzura. En su
simpleza es de las películas más genuinamente enternecedoras y bellas de la
filmografía del director. También es dolorosa, sin embargo nuestro protagonista
parece no querer perder la fe.
Kiarostami ha dicho que el criterio para
identificar el buen cine no es una buena taquilla o buenas críticas, sino que
la película perdure. “Ya no recuerdo quién fijó ese plazo en treinta años. Dijo
que era al cabo de treinta años cuando uno se da cuenta de la durabilidad de
una película, cuando uno se da cuenta de si todavía existe o se ha
desvanecido”. Cuarenta y tres años después de su primer largometraje,
Kiarostami ha pasado su propia prueba del tiempo. Solo queda volver a visitar las
redes de este gigante para maravillarnos de nuevo.
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