Marguerite
En Marguerite (2015, Xavier Giannoli) se
cuenta un aspecto de la vida de Marguerite Dumont (Catherine Frot), una mujer francesa elegantísima
que ama la música y ofrece conciertos y recitales en su propia casa. Uno de
ellos inicia la película, y con los invitados nos preparamos para el de la
cantante más esperada, la propia Marguerite. Como Margaret Dumont –aquella
acompañante de los hermanos Marx, porque no es casual que se la haya llamado
así–, Marguerite es lamentable y tierna al mismo tiempo: decir que desafina es
ser gentil, pero estando enamorada de la música se ve tan feliz al cantar que
insta compasión.
Esta
comedia francesa inspirada en un personaje real se concentra en la relación de
Marguerite con su marido Georges (André Marcon) y su mayordomo Madelbos (Denis
Mpunga, una versión
intimidante del de Erich von Stroheim en Sunset
Blvd.) y la de todos con la dueña de la voz autodenominada soprano
coloratura: todos la felicitan, todos le dan opiniones ambiguas. Si bien podría no pasar de que la hayan
escuchado en su casa en un recital menor, Marguerite, aupada por unos jóvenes
que quieren estar muy cerca de sus riquezas, insiste en que tras haber
aparecido en un escenario debe hacerlo de nuevo, en uno más grande. Aparte de
unas cuantas miradas de espanto y risas disimuladas, el asunto no ha pasado a
más, sin embargo pasará si Marguerite continúa con su propósito, sin siquiera
cuestionarlo porque para ella todos parecen encantados con su talento. Y es que todos
queremos que lo tenga. Giannoli en ese sentido no teme reírse de los chillidos
de su protagonista, mas nunca invita a ser cruel con ella.
La
música en la cinta parece tan importante para Giannoli como para Marguerite, y
en su estética está el glamur de principios de siglo veinte francés, época en la que transcurre la historia. Durante las
clases de canto los planos cerrados y en ángulo y la agilidad del montaje se
asemejan a los del entrenamiento del rey Jorge VI en El discurso del rey. Una historia secundaria entre el joven
periodista y una cantante con talento de verdad, y un último acto que a ratos
parece no pertenecer a la trama que hemos estado siguiendo, son los aspectos
negativos de la película. A cambio se nos cuenta una gran historia con un gran
personaje interpretado con decoro y seriedad cuando fácilmente pudo haberse
convertido en una mofa más, desvirtuando las claras intenciones del director de
hacer de su protagonista una figura por la cual, en los personajes que la rodean y el espectador, aparezca la virtud de la
piedad. Y lo logra.
Preguntarse
si Marguerite sabe si desafina es hacerse la pregunta equivocada. En su delirio
canta como un ángel, y así se viste para su gran concierto. Preguntarse por qué
nadie le ha dicho que berrea irremediablemente lleva a asuntos como el de los
límites entre el verdadero talento y lo ridículo, algo muy apreciado en la
época por aquellos cercanos al movimiento dadaísta y cualquier otra tendencia
contestataria. Y además si ese talento es o no germinable: ¿acaso es posible
enseñar a cantar a Marguerite? La respuesta de Giannoli es franca y corta, aunque parece
haber un sin embargo: al mismo
tiempo cree que el amor puede lograr un momento de talento fugaz e
irrecuperable.
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