El ángel exterminador
En América Latina para los años sesenta se
habían establecido dos grandes focos cinematográficos, uno en Argentina y otro
en México. Películas como Los hermanos
Del Hierro (1961, Ismael Rodríguez), Fando
y Lis (1968, Alejandro Jodorowsky) y Los
Caifanes (1966, Juan Ibañez) son algunas de las mexicanas que lograron que
ese cine tuviese mayor presencia mundial en la década. Para ayudar en aquel
entonces se encontraba en el país Luis Buñuel, quien acababa de dirigir Viridiana (1961), la historia de una
monja que está por tomar sus votos finales pero antes visita a un familiar por
petición de la Madre superiora –ganó el Festival de Cannes en medio de la
controversia española, la cual generó tanto ruido, cuenta Buñuel (en Mi último suspiro, Plaza&Janés) que hasta
Franco pidió verla, eso sí, sin levantar la prohibición de exhibición aunque
según los coproductores españoles el dictador no encontró en ella nada
censurable–. Gustavo Alatriste, productor de El ángel exterminador y luego actor, escritor y director de cine
mexicano, le comentó en el estreno de la película a Buñuel que esta era “un
cañón”, algo fuerte, de mucho éxito, y fue gracias a esto que le ofreció más
adelante la posibilidad de dirigir otra película en México, Simón del desierto (1965, un cortometraje).
Con esta puso fin a sus producciones en América, y vendría su última etapa,
prolífica y exitosa, entre Italia, Francia y España, con películas consideradas
hoy de culto, como Bella de día
(1967), Tristana (1970), El discreto encanto de la burguesía
(1972), El fantasma de la libertad
(1974) y Ese oscuro objeto del deseo
(1977).
La escena al inicio en la que los
invitados llegan dos veces ha sido vista por la crítica como una broma, ya que
la trama de la película va sobre eso. Buñuel confiesa que le agradan las
repeticiones, dice, no sabe por qué. Al momento de estar ya montada la película
le informaron de la llegada repetida de los personajes con preocupación, pero
pronto se hace evidente que el realizador lo hizo a propósito: hay, dice, por
lo menos una decena de repeticiones más durante la película. Incluso se trata
de un caso extraño para Buñuel, pues es una de las pocas películas suyas que ha
visto varias veces.
En El
ángel exterminador (1962, Luis Buñuel), un grupo de invitados lujosos
descubren que, sin razón, tras una cena fastuosa, no pueden abandonar la casa
del anfitrión. No hay nada ni nadie que se los impida, sin embargo parecen no
poder traspasar el umbral de salida. Al poco tiempo, sin comida ni agua, sus
ropas ahora desgarradas y mugrientas, basura
acumulada y enfermedades, empiezan a enfrentarse entre sí como salvajes.
Además de haber fuertes críticas contra
la religión y las aristocracias, para Buñuel tan evidentemente decadentes, las
interpretaciones generales de los espectadores sobre el significado de la cinta
apuntan a que podría tratarse de la representación de los altos círculos de
poder de la España franquista. Para el autor, la película va sobre la
imposibilidad de las personas de satisfacer un deseo simple, en este caso,
salir de una habitación. No son excluyentes: los mandamases de Franco no hallan
manera de salir de la calle ciega que fue la victoria en la Guerra Civil, y el
festejo se convierte rápidamente en una pesadilla kafkiana que los desnuda de
cualquier formalidad y empatía. No necesariamente debe circunscribirse la
historia a un referente como el franquismo, es mucho más amplio y ambiguo, como
se caracteriza en el cine de Buñuel.
El toque de surrealismo permanece en la
película. No sabemos, por ejemplo, qué planeaba hacer la anfitriona con unos
corderos. Pero el enigma más importante es sin duda el de la imposibilidad a la
que se refiere Buñuel, como si se tratase de una broma final en contra del
significado en sí de las cosas. Y es que se trata al fin de una anécdota demasiado familiar: un grupo de personas
entra voluntariamente a un festejo del cual no podrán o querrán salir; la
fiesta deja de serlo y todos, hambrientos e inmundos, se pelean para
sobrevivir, a pesar de no haber nada que les impida físicamente abandonar esa
resaca ya lejana, ese lugar de subidones de ayer del que solo ha quedado el
instinto de defensa último, la supervivencia más primaria. Y pensar que todo
ese tiempo se ha podido salir de allí, pero nadie sabe por qué no lo hacen, ni
ellos mismos. Podría verse entonces con cierto atrevimiento, ya no como la
degeneración de una clase social hasta verla en sus límites vitales, sino como
si se retratase el lugar psíquico de una sociedad entregada de buena voluntad al
dictador.
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