Setenta años de Ladrón de bicicletas
La obra de Vittorio De Sica es considerada
la más cristiana entre la de los tres grandes representantes del neorrealismo
italiano. Su dupla con el guionista Cesare Zavattini apelará a la compasión de
los espectadores. El limpiabotas
(1946), Milagro en Milán (1951) y Umberto D (1951) son ejemplos de esta
orientación sentimental. Tres años antes del estreno de Umberto D ya había
llegado al poder la Democracia Cristiana, y con ella el Plan Marshall y la
conciencia de “prestigio exterior”. La primera afectaría al cine mediante la
censura, la segunda con la entrada de películas norteamericanas al circuito
italiano y la última porque el neorrealismo da una imagen triste y miserable
del país que ya no está entusiasmado con lo antifascista. Con esto inicia la caída
del neorrealismo. Lo seguirá el llamado neorrealismo rosa, en el que se
filmarán comedias meridionales, para luego dar paso al “posneorrealismo”, el
cual desplazará los temas proletarios típicos del neorrealismo hacia la crítica
de la burguesía. Varios de los directores más importantes de la historia del
cine conforman esta “posvanguardia”, entre ellos Michelangelo Antonioni,
Luciano Emmer, Enrico Gras y Federico Fellini. Durante la década del cincuenta
el cine italiano era considerado el más avanzado del mundo y su influencia la
vemos sobre todo en Latinoamérica, donde las maneras neorrealistas, precarias y
de fondos escasos para hacer cine, resultaron idóneas.
De Sica declaró una vez que quería que
con sus películas la gente sintiese que quiere ser mejor persona. La trama de Ladrón de bicicletas (1948),
diabólicamente simple y compleja al mismo tiempo, es la simple historia de un
hombre que necesita trabajar. El talento del director para la puesta en escena
se hace evidente en la composición poética de las locaciones, los amaneceres,
la elección del lugar perfecto donde colocar la cámara para que la ciudad se
vea de cierta manera, como si no lo hubiese preparado. Hay influencia de Welles
en cuanto a los contrastes en escalas, por ejemplo, la escena en la casa de
empeños, donde el encargado trepa por el mueble altísimo y se ve diminuto. Las
escenas transcurren con una suerte de causalidad dramática que no puede
burlarse, como si pudiese no transcurrir así, pero al hacerlo, no cabe duda de
que no podía ser de otra forma. El crítico André Bazin la describe como
poliédrica, llena de matices por simple y lineal que parezca.
Pero no todo es desolación en esta
historia. En Ladrón de bicicletas hay
algo de la comedia italiana, un cierto humor frente a las instituciones, como
en la escena en la que la vidente llama feo a uno de sus clientes, o la altivez
casi insoportable del niño que come el pan con mozzarella en la mesa junto a
los Ricci. Escenas como aquella en la que Antonio cree que su hijo se ha
ahogado le dan nuevas dimensiones a los conflictos pues, ¿qué significa el robo
de la bicicleta frente a que su hijo se haya ahogado? De igual manera sucede
con la escena en la que padre e hijo deben resguardarse de la lluvia junto a
unos curas: Bazin señala que esta es una escena compleja en tanto es la iglesia
la que debería ofrecerles consuelo a los protagonistas, sin embargo solo se
paran allí indiferentes a la desgracia que puedan estar viviendo este par que
se resguarda junto a ellos. Los curas no están haciendo nada malo, pero es
difícil imaginar una escena menos anticlerical que esta.
La escena final destaca por su
aproximación a la fe en el ser humano. Bruno es testigo de lo que hace su padre
y sale a darle consuelo. En semejante situación De Sica nos ha puesto a padre e
hijo a la misma altura moral, “casi su igual” diría Bazin, alejándose anónimos
entre la muchedumbre de la ciudad. Ladrón
de bicicletas trata el amor de un hombre a su familia y su necesidad de
protegerla. Dice Roger Ebert “¿quién no se identifica con eso?”.
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